Pequeño inventario sobre las cartas de amor
Pequeño inventario sobre las cartas de amor
La Revista Universidad de Antioquia presenta por estos días su edición número 352. La RUA circula cuatrimestralmente de manera impresa y 6 meses después el contenido pasa a acceso abierto. Como parte de esta edición de fin de año presentamos Pequeño inventario sobre las cartas de amor del periodista Camilo Jaramillo, un texto que recoge apartes de correspondencias de varios escritores para responder a la pregunta ¿qué es una carta de amor?
Serie «Del barrio», Harold Miranda / Policromía en linóleo —Taco perdido— / 20x31/34x49 / Edición P/E / 1993 Cortesía MUUA.
Para Caro
En una de las conversaciones que Jean-Paul Sartre sostuvo con Simone de Beauvoir durante el verano de 1974 y que serían publicadas bajo el título de Final de cuentas, el escritor parisino le confiesa a su amada lo que representaban, para él, las cartas que ambos se habían escrito: «Eran la transcripción de la vida inmediata [...] Eran un trabajo espontáneo. Tenía de algún modo el pensamiento de que se publicarían después de mi muerte. Mis cartas han equivalido en suma a un testimonio de vida»1. En efecto, las cartas se publicaron de manera póstuma, y mostraron un lado tierno y despiadado que el intelectual más influyente de su época no se había permitido en la vida pública. Un Sartre desnudo por así decirlo. El lado opuesto al pensador estructurado y seco que muestra en El ser y la nada.
Es eso: la carta de amor desnuda. Confesiones vergonzosas, deseos oscuros, manipulaciones revestidas de palabras dulces. La carta de amor, ahora en desuso, expone el lado más vulnerable del amante. Es testimonio, como dijo Sartre. Tantas veces, un grito.
En una de esas cartas, al inicio de la relación con de Beauvoir, el filósofo escribió:
Intenta entenderme: te amo mientras pongo atención a las cosas externas. En Toulouse te amé deliberadamente. Hoy te amo en una tarde de verano. Te amo con la ventana abierta. Eres mía, y las cosas son mías, y mi amor cambia las cosas a mi alrededor y las cosas cambian mi amor.2
Uno de los encantos de la carta de amor radica en la ilusión de exclusividad. Quien recibe la carta imagina a su ser amado al otro lado del mundo —aunque solo esté a unas cuadras de distancia— dedicándole todo su tiempo y concentración. Si la carta, además, está bien escrita, si combina con equilibrio, poesía y persuasión, se siente poseedor de un pequeño tesoro literario, una joya de la lengua que solo al destinatario le pertenece. Hay orgullo en esa sensación. «Nadie más podrá leer esto», se dice. «Estas palabras, homenaje a la belleza, son solo mías».
Rulfo, que ponía a hablar a los muertos, también escribía en sus cartas a Clara cosas como estas: «Mujercita, muchachita, pequeña mía, cariñito, madrecita chula». «Junto a tu nombre el dolor es una cosa extraña». «Por lo pronto, me puse a medir el tamaño de mi cariño y dio 685 kilómetros por la carretera. Es decir, de aquí a donde tú estás. Ahí se acabó. Y es que tú eres el principio y fin de todas las cosas».3
La primera condición para escribir una carta de amor es estar enamorado. Es cierto que desde siempre han existido escribas capaces de falsear este sentimiento, pero el resultado es una unión de lugares comunes que cualquier destinatario inteligente captaría al instante. La soberana intimidad de la carta de amor rehúye los convencionalismos. Es posible que todas las cartas de amor partan siempre de los mismos temas —el deseo, el gozo, la distancia, la angustia—, pero su tratamiento apelará al lenguaje de los amantes. Estar enamorado es construir una voz propia, un diálogo de dos con sus oscuras referencias, y la carta de amor debe dar cuenta de eso. Una carta de amor genérica es como esos poemas escolares que, buscando abarcarlo todo, terminan por no decir nada.
Gabriela Mistral, aquella Nobel chilena tan leída en los colegios, le escribió a Doris Dana: «Yo sé bien que nadie, ninguna persona en este mundo, puede saber qué cosa es nuestra vida sino —excepto— nosotros mismos».4
La carta de amor comparte con la poesía su génesis espontánea. No se trata de inspiración: se trata de impulso. La carta se escribe en el ardor del sentimiento, por eso el enamorado encuentra siempre el momento para escribirla. Dicho de otro modo, siempre se tiene tiempo para las cartas de amor porque el impulso no conoce de tiempos. Dice Barthes acerca de Werther:
Esta mañana debo escribir con mucha urgencia una carta importante —de la que depende el éxito de cierto negocio—; pero yo escribo en su lugar una carta de amor —que no envío—. Abandono gozosamente tareas monótonas, escrúpulos razonables, conductas reactivas, impuestas por el mundo, en provecho de una tarea inútil, surgida de un Deber resplandeciente: el Deber amoroso.5
Las cartas de amor son una reafirmación del presente. Dicen: aquí estoy. Dicen: te pienso. El amante arde en el aquí y ahora, se siente vivo. Pocas cosas más vitalistas que una carta de amor.
Existen en Internet tutoriales para escribir epístolas. No creo que exista un empeño más vano. El tutorial o la plantilla —o incluso la inteligencia artificial— son la muerte del arrebato, principio básico de toda carta de amor. En su lenguaje prefigurado, en su escaleta sin sobresaltos, la plantilla omite una hermosa cualidad en este tipo de escritos: la de terminar diciendo algo distinto a lo planteado. Una carta de amor puede empezar hablando de un sueño y terminar en la propuesta de un viaje o en la declaración de un dolor. Incluso comenzar con un razonamiento sesudo y terminar en un disparate. A la larga, la gracia de la carta está en parecerse a la vida misma.
Norah Borges, pintora de vanguardia, escribía cartas como si fueran listas de mercado; listas que terminaban siendo, también, poemas de vanguardia. En una de estas le escribió a su esposo:
1°. Guillermo, tus mejillas, tus ojos, tu voz, tu alma, tus besos más que todo [...] 4° la moda, los vestidos, Palermo y la calle Florida / [elude el 5°] [...] 11° descubrir alguna momia en el desierto o algún paisaje misterioso en un castillo, que tú fueras un sabio, o un astrónomo, o un pastorcito / 12° que me adores como yo te adoro. Viajar contigo.6
Escribir una carta de amor es darle cuerpo a la ausencia. Te nombro, ergo existes. La palabra cuerpo, en este punto, no es gratuita: casi todas las cartas de amor tienen cierta fijación en los labios, los ojos, la piel. «Toco tu boca», todo eso. No solo en la remembranza de lo ya vivido, sino en la proyección de lo que vendrá. «Besaré tus labios, todo eso». Se puede ser un gran amante en una carta de amor. «Entre tus piernas hasta que llegue la mañana». Toda carta de amor es un pajazo mental.
A sus 84 años, Henry Miller, el gran escritor libertino, se enamoró de Brenda Venus, una voluptuosa actriz de 25. Ya impotente, Miller no podía más que imaginar escenas. En cuatro años de relación sin sexo, le escribió más de mil quinientas cartas. En una le dijo: «Tu cuerpo es una invitación a hacer de todo». Y en otra, a modo de posdata, escribió: «*********** (Estos son polvos imaginarios)» 7.
«Libatio viene de libare», Haydeé Peláez / Serigrafía (proceso fotográfico) / 37x56/56x76 / Edición P/A / 1994. Cortesía MUUA.
La carta de amor hace de la espera un arte. Vagamos por la casa, tendemos la cama, practicamos nuestras cotidianidades con aparente indiferencia, pero siempre atentos al llamado del cartero, que, traducido a estos tiempos, no es más que la señal del celular indicando un nuevo correo electrónico. Esperar por una carta de amor supone el vértigo por las palabras, la reconfirmación de sabernos amados todavía, la ilusión de continuidad, el miedo a perderlo todo... En la prefiguración de una nueva espera, toda carta de amor encierra una angustia: la radical incompletud de los amantes.
Por otra parte, las cartas de amor sin respuesta son monólogos tristes. Incluso los memoriales de agravio, incluso las cartas de despedida. Para el amante, no hay situación más vergonzosa que quedarse hablando solo. Es cierto: alguna deberá ser la carta postrera. Pero hasta en esa, en el adiós definitivo, es justo un acuse de recibo.
Le escribió Edith Wharton a Morton Fullerton, amante vividor: «Tu silencio de diecinueve días me parece una respuesta anticipada y definitiva a mi triste ruego. Hace ocho días, cuando te dije desesperadamente «¡No me escribas más!», no podía imaginar que ya lo estabas cumpliendo» 8.
Toda carta de despedida es, por encima de cualquier otra, una carta de amor. No importa el tono: decir adiós —reconocer el fracaso— es poner en balance una historia. Hasta las cartas donde desahogamos nuestra bilis e inventariamos los desacuerdos son una forma de exponer cuánto se quiso o cuánto se quiere. Casi siempre con la vehemencia y la crudeza que no tuvieron las epístolas en los mejores momentos. Es decir, con la honestidad que le hace falta al mundo. Por eso muchas de las mejores cartas de amor son cartas de despedida, en esa contradicción hermosa donde ya no se busca seducir sino escupir la desilusión.
Henry Miller, Anaïs Nin y June Mansfield vivieron uno de los triángulos amorosos más mencionados de la literatura. Sexo libre, machismo, creatividad. Y amor, a pesar de todo o por encima de todo. En una carta de despedida, Miller le escribió a Nin:
¿Qué son las despedidas si no saludos disfrazados de tristeza? [...] Anaïs, no creo que nadie haya sido tan feliz como lo fuimos nosotros. No creo que exista en la historia del hombre y de la mujer un hombre y una mujer como tú y como yo, con nuestra historia, nuestras circunstancias [...] Adiós, Anaïs, adiós. Ya nos encontraremos en otras vidas y en otras vidas podré poseerte y quedarme contigo para siempre. Ya te veré en medio de la nieve y entre libros y vino. Adiós, tuyo siempre.9
El amor es a la poesía y el desamor a la prosa. Pareciera que el amor se basta en líneas concisas —la explosión del poema—, pero el desamor necesita de la catarsis. Visto así, debemos incluir las cartas de desamor como una categoría principal en este epistolario. Nunca la prosa tan desbocada, nunca con tantas ganas de decir como la del amante que arde de coraje. El amor es al beso, el desamor al bufido.
En los locos años veinte, Zelda y Scott Fitzgerald se bebieron el mundo. Fueron famosos y extrovertidos. De paso, se bebieron el uno al otro hasta agotarse. Enfermos en la resaca, pronto vino la quiebra y las crisis nerviosas. En una de sus cartas, Zelda le escribió: «A veces eres un encanto, yo no puedo reclamar esa distinción, pero por desgracia no has dado ninguna muestra de que seas capaz de algo más. Y ser un encanto no basta» 10.
Hay cartas de amor intensísimas entre amantes que nunca se encontraron, como si el deseo del amor, y no el amor en sí mismo, fuera el motor de su escritura. La carta de amor se entrega al deseo con tanto ardor que el amante puede terminar enamorado más de lo que se sueña que de lo que se vive. Esta distorsión peligrosísima nos deja, sin embargo, epístolas salvajes que son ejemplos de imaginación.
En esta categoría pueden entrar las cartas de amor no correspondido, esas intensas misivas a la nada. «Solo se posee lo que no se posee», le escribió Marguerite Yourcenar a su editor y amante Lucas Paduan. Por esta condición, añadía, «no hay amor feliz». «Lo que se posee ya no se posee». Las cartas de amor no correspondido hacen de esa ausencia su trono. Un trono amargo, claro está, pero no por eso menos intenso. Se dice que Delfina Molina le escribió cartas a Unamuno por casi veinte años, casi siempre sin respuesta. Y eso que nunca lo conoció en persona.
En la última de sus cartas, de 1936, le dijo: «Cuídate, alma mía, piensa que estoy sola, lejos de ti, y piensa en lo que tú representas en mi vida» 11.
Una carta de amor puede convertirse en un reguero de autocompasión. El amante humillado arrastra su ego ante el otro, se hace pequeño y servil. Ya sabemos: amar es perder un poco las orillas, sacrificar la vanguardia. Por algo el poema más enamorado de Borges se llama «El amenazado». Ante esta condición, la carta da cuenta de cuánto dominio tiene el otro sobre uno. Diría Freud que hay goce en esta condición. Nos humillamos gozosamente, lastimosamente, para decir: yo, que era sólido y limitado, ahora soy frágil ante vos.
Tras una amenaza de separación, ya que Joyce era incapaz de sostener económicamente a su familia, este le escribió a su esposa:
He perdido tu estima. He acabado con tu amor. Déjame entonces. Llévate a los niños lejos de mí para salvarlos de la maldición de mi presencia. Déjame hundirme de nuevo en el cenagal del que salí. Olvídame y olvida mis vacías palabras. Vuelve a tu vida y déjame irme solo a mi ruina. Haces mal al vivir con una bestia vil como yo o al permitir que mis manos toquen mis hijos.12
Hay relaciones epistolares que duran años y muestran las curvas de la pareja. Desde el encantamiento inicial hasta los adioses, pasando por el amor más encendido: la dulzura, la perdición, el desencanto, el desprecio, el divorcio. O, con suerte, la reflexión tardía que nos dice que todo valió la pena. Por eso, cuando se juntan, las leemos como una narración. Percibimos con sorpresa los cambios de los personajes, el lenguaje de la caricia que se transforma en odio. Las cartas de amor, a la larga, son una novela. Como en tantas historias de amor, la de la escritora mexicana Rosario Castellanos con el filósofo Ricardo Guerra comenzó con ilusión y terminó en decepción. Al principio, sus cartas están llenas de optimismo. («Escríbame pronto. Ámeme también un poco»), llegan al amor y al matrimonio («Todo lo que soy capaz de amar, te amo. Todo lo que una persona puede gustarme, me gustas») y terminan, vaya mundo sin sorpresas, en divorcio («Es una opción que acepto, respeto y acato la opción contraria. Mi papel es absolutamente pasivo porque no es mi problema»).
No podemos descartar que la amistad es otra forma de amor, a veces la más segura y continuada. Las cartas entre amigos quizás no antepongan el deseo físico, pero a cambio brillan de franqueza y hondura. No solo hay desahogo y recuentos cotidianos, sino un nivel de reflexión que en tantos casos no se permiten los amantes, engolosinados por la piel. Las cartas entre amigos son, en tantos casos, una apuesta intelectual, pero también un confesionario sin seducción; cierta complicidad sin desvíos. No quiere decir que en la amistad no pueda existir la obsesión, el erotismo, los celos o el odio, pero hasta en estos casos las cartas alcanzan tal nivel de criterio que rara vez podría encontrarse en un amor que mezcla las sábanas.
«Pienso que nuestra fraternidad, que se manifiesta en todos los planos, va mucho más lejos de lo que los dos pensamos y aun de lo que sentimos», le escribió Albert Camus a René Char, con quien mantuvo correspondencia entre 1946 y 1959, año en que Camus falleciera en un accidente. En las cartas que compartieron, no solo hay política sino cotidianidades, reflexiones sobre literatura y otras tonterías. En una de ellas, Char le dice a Camus: «No te dobles si no es para amar».
Las cartas de amor son un registro de cada tiempo. Antes del monólogo de Moly Bloom, Joyce ya practicaba esa fluidez de pensamiento en sus cartas a Nora; las tres mil cartas de Kafka a Milena dan cuenta de la desazón de entreguerras y las epístolas entre Scott Fitzgerald y Zelda son desvaríos regados de alcohol, muy propios de los años veinte, antes de la crisis económica. Las cartas casi pornográficas de Miller muestran una apertura de pensamiento que Wilde escondía en su poesía. ¿Quiénes escriben cartas de amor hoy más allá de los veinteañeros estudian- tes de literatura o filosofía?, ¿estaremos condenando a la desaparición de un género? Las cartas de amor son casi exclusivas del siglo veinte: antes resultaban costosísimas y ahora innecesarias. Su vida hoy pareciera reposar en libros de hermosas portadas que compilan correspondencias. Es claro que los lenguajes cambian y que no hay que hacer de eso un velorio con plañideras. No hacen falta ya las tarjetas de visita ni los pañuelos perfumados. Sin embargo, algo se pierde en el estilo cuando se pierden las cartas de amor. Es como si, de tanto volumen en el mundo, ya no se permitiera el grito. Por eso defender las cartas de amor, más allá de un hábito rococó, es defender la voz: un individuo.
Escribir cartas de amor, en franca lucha ante la degradación del emoticón o la videollamada. En esa defensa tardía, casi esnob, hay un halo de dulzura. La conclusión requetesabida, quizás la única posible, ya la había escrito Pessoa en 1935, días antes de su muerte por cirrosis:
Todas las cartas de amor son
ridículas.
No serían cartas de amor si no fuesen
ridículas.
También escribí en mi tiempo cartas de amor,
como las demás,
ridículas.
Las cartas de amor, si hay amor,
tienen que ser
ridículas.
Pero, al fin y al cabo,
sólo las criaturas que nunca escribieron cartas de
amor
sí que son ridículas.13
1 Simone de Beauvoir, Tout compte fait, trans. Ida Vitale (Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1972).
2 «Las cartas de amor de Sartre a Simone de Beauvoir», Última Hora, febrero 14, 2014. https://www.ultimahora.com/las-cartas-amor-sartre-simone-beauvoir-n766958
3 Juan Rulfo, Aire de las colinas. Cartas a Clara (México D.F.: Areté, 2000).
4 Gabriela Mistral, Niña errante. Cartas a Doris Diana (Santiago: Lumen, 2010).
5 Roland Barthes, Fragments d’ un discours amoureux, trans. Eduardo Molina (México D.F.: Siglo veintiuno editores, 1993).
6 Sergio Alberto Baur y Andrés Duprat, Norah Borges: una mujer en la vanguardia (Buenos Aires: Museo Nacional de Bellas Artes, 2020).
7 Henry Miller, Dear, dear Brenda, trans. Javier Fernández de Castro (Barcelona: Seix Barral, 1986).
8 Paula Izquierdo, Cartas de amor salvaje (Madrid: Aguilar, 2000).
9 Henry Miller, Letters to Anaïs Nin, trans. Ana Goldar (Barcelona: Bruguera, 1986).
10 Izquierdo, Cartas de amor salvaje.
11 Izquierdo, Cartas de amor salvaje.
12 James Joyce, Love letters to Nora Barnacle, trans. Alexis Padrón Alfonso (Madrid: Verbum S.L., 2020).
13 Fernando Pessoa, Un corazón de nadie, trans. Ángel Campos Pámpano (Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2013).
Sobre la RUA
El número #352 de la Revista Universidad de Antioquia presenta textos sobre el poeta Carlos Castro Saavedra y sobre Arnoldo Palacios, en los centenarios de sus natalicios, asimismo, celebra el centenario de la publicación de La Vorágine. En la portada y contraportada de este número se reproduce una obra clásica del Renacimiento italiano, La Escuela de Atenas, fresco de Rafael Sanzio realizado entre 1510-1511. El valor estético, histórico e ideológico de la obra es explicado en un artículo escrito por Carlos Arturo Fernández Uribe, profesor de Historia del Arte de la Facultad de Artes de la Universidad de Antioquia.
La suscripción es anual y el valor de la misma incluye el envío a nivel nacional de tres números. El costo para estudiantes es de $50.000; para docentes, empleados, egresados y jubilados UdeA, es de $60.000; y para público general: $65.000 / Para leer las ediciones anteriores o suscribirse, visite el sitio web.
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