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Selección natural: evolución o involución

13/08/2025
Por: Luis Miguel Ramírez Aristeguieta. Profesor de la Facultad de Odontología de la UdeA*

«Pero el dólar tampoco es eterno. El mundo ya comienza a mirar a otras monedas, a otros polos, a otras alianzas. El día que China decida vender sus bonos del Tesoro y el mundo deje de financiar la deuda de EE. UU., el Pentágono tendrá muchas armas… pero pocos hospitales para curarse del colapso. Y ningún obrero que le construya un futuro».

Nunca antes un genocidio se había transmitido en alta definición. Ya no son relatos lejanos ni imágenes borrosas: lo vemos todo, con un día de retraso. Seguimos respirando como si nada. En Gaza, el exterminio ocurre en tiempo real. No hacen falta testigos: hay archivos, cámaras, cadáveres en redes sociales. Esa es la diferencia con otras masacres: la seguimos viendo… y no pasa nada. ¿Qué clase de humanidad observa en directo la pulverización de un pueblo y sigue con su rutina?

Lo que ocurre en Palestina es una herida moral abierta que nos involucra. Aun así, la propaganda logra que millones crean que destruir hospitales, escuelas, panaderías, convoyes humanitarios y edificios residenciales es «defensa propia». El lenguaje ha sido pervertido: «paz» ya significa obedecer al opresor.
Gaza no es solo un escenario bélico: es el experimento más cruel de la necropolítica. Bloqueada, sitiada, bombardeada sin tregua. Sin alimentos, electricidad ni medicina. El gobierno israelí —militarizado y fanático— ha sofisticado el hambre, convertida en arma de dominación. No solo se mata con balas: también cerrando corredores, bloqueando agua, impidiendo el pan. ¿Cómo no llamar crimen de guerra al diseño sistemático del sufrimiento?

Lo más perturbador es que este crimen ocurre frente a nuestros ojos. La memoria del Holocausto debería ser advertencia universal, no cheque en blanco. No todos los judíos son responsables, como tampoco todos los palestinos son terroristas. Pero resulta trágico que el pueblo víctima de uno de los peores exterminios de la historia hoy sea representado —y desacreditado— por un gobierno que reproduce las mismas lógicas de opresión que antes sufrió. El trauma se volvió, en algunos sectores, coartada para la impunidad. El resultado: una fractura ética en la identidad israelí, donde quienes no apoyan esta masacre son tachados de traidores.

¿Qué ocurrirá con ese pueblo colono, desprestigiado por sus propios líderes, arrastrado por el militarismo, atrapado en el mote de sionistas? ¿Cuántos, desde la disidencia interna, también serán devorados por la maquinaria del odio que ayudaron a crear? ¿Se inicia un nuevo ciclo de antisemitismo global, de rechazo a una nación confundida con su gobierno? ¿Estamos reviviendo la maldición histórica del eterno retorno?
La historia ofrece ejemplos espantosos. En la Alemania del Este, sitiada por los soviéticos, la población sufrió hambre hasta que se organizó un puente aéreo. En Bosnia, las violaciones masivas aterrorizaron a las mujeres y marcaron sus cuerpos con el sello del enemigo. En Ruanda, los machetes hablaban por las radios. Pero en Gaza, lo que ocurre no tiene precedentes en visibilidad. Todo se registra. Y aun así, permitimos. ¿Este es el rostro de la evolución?

La salud mental colectiva se tritura: una anestesia emocional se instala mientras normalizamos esta molienda cruel de derechos humanos. Jóvenes, niños y adultos que a diario ven cuerpos calcinados, madres llorando entre escombros, médicos sin anestesia para operar bebés, se integran a un sistema de desesperanza estructural. No pregunten luego por la baja demografía.

¿Qué efecto tiene en nosotros ver morir y no actuar? ¿Cuánto tiempo resiste una civilización que transmite su propia decadencia y aplaude el espectáculo? Lo que se extingue no es solo una población: es una idea romántica de humanidad.

Y hay algo siniestro: los ataques deliberados contra niños... su eliminación programada. Francotiradores contra menores, drones cazando cuerpos pequeños, metralla sobre la inocencia. Matar un niño es asesinar el futuro, matar la semilla. Y mientras ocurre este exterminio generacional, soldados se toman selfies con maniquíes, se burlan de ropa interior entre ruinas, musicalizan los bombardeos como videoclips. La banalidad del mal ya no se oculta tras órdenes burocráticas: se exhibe, se viraliza, se celebra. La crueldad dejó de avergonzar.

Y la ONU ahí: Declaraciones diplomáticas vacías mientras los niños mueren bajo los escombros. Todo esto en nombre de la seguridad, del derecho a defenderse, de una supuesta civilización superior en alianza. ¿Quién decide hoy quién merece vivir? Se debate si esto es exterminio o no. Como si contar cadáveres en vez de ver sus rostros nos eximiera de culpa. Miran hacia otro lado mientras ven un pueblo encerrado, bombardeado y asfixiado. Ellos discuten la etiqueta correcta para esta tragedia.

Hay algo profundamente simbólico en que muchas mujeres palestinas sigan pariendo en medio de la guerra. Es la rebelión más íntima contra el exterminio. Un hijo bajo las bombas no es solo un niño: es una afirmación radical de existencia y un grito de socorro. Porque ¿qué mundo heredan esos hijos? ¿Qué cuerpo, qué escuela, qué alimento?... ¿Qué rabia, qué deseo de retaliación?

La pregunta de fondo ya no es si esto es legítimo. La pregunta real es: ¿qué tipo de especie permite que esto ocurra sin colapsar moralmente? ¿Esta es nuestra cúspide evolutiva? ¿Esto es civilización?

Quizás estemos ante una selección antinatural: no sobreviven los más fuertes, sino los más insensibles. Triunfa la indiferencia. No se impone la razón, sino la fuerza bruta legitimada por propaganda. Y si eso es evolución, ¿de verdad queremos seguir ese camino? Si los cuerpos se apilan mientras discutimos, entonces no estamos involucionando: ya involucionamos. ¿Somos hijos de los que sobrevivieron o de los que sometieron?

El horror no solo persiste, se expande con la complicidad pasiva de quienes podrían actuar y no lo hacen. No se trata solo de potencias occidentales. La vergüenza mayor recae quizás sobre los vecinos árabes, que optan por mirar hacia otro lado mientras su propia sangre se derrama en la frontera. Egipto, Jordania, Arabia Saudita, los Emiratos... todos en silencio. Más preocupados por alianzas o estabilidad que por alzar la voz. La omisión también es violencia. Y la pasividad, en este caso, es traición.

En Israel, las voces que claman por justicia han sido silenciadas en el parlamento. La Knéset, otrora símbolo de democracia, ahora expulsa a quienes osan cuestionar esta barbarie. Es el síntoma de un régimen que ya no necesita justificar su violencia: le basta con callar a quien la nombra.
Todo ejecutado con cálculo milimétrico. Esta carnicería geopolítica no solo busca borrar un territorio: también ganar tiempo. Netanyahu, acorralado por la justicia internacional, prolonga la guerra para evadir las órdenes de captura ya solicitadas por crímenes de guerra. ¿Qué mejor forma de evitarla que una guerra perpetua, una «emergencia nacional» que frene cualquier transición política? La masacre como cortina de humo. El exterminio como estrategia jurídica.

Y, por supuesto, en el centro de la escena: el hipócrita «sheriff» moral del planeta. Estados Unidos, autoproclamado defensor de los derechos humanos, mientras financia, protege y deja viajar a Netanyahu sin que pueda ser apresado, legitima a un gobierno que entierra niños vivos. ¿Qué pretende al mirar hacia otro lado? ¿Este es el nuevo orden mundial? Uno donde la impunidad se compra, la diplomacia se arrodilla y la vida vale menos que una narrativa geopolítica. La historia juzgará. Pero nosotros también deberíamos.

Porque hay imágenes que deberían detener el tiempo: un niño palestino, entre lágrimas, rabia y desesperación, con el estómago vacío y el alma rota, se arrodilla entre ruinas y mete arena en la boca. Tiene hambre. Y no hay nada más. Ni pan, ni leche, ni madre. Solo tierra y muerte. Esa imagen no necesita contexto ni leyenda. Es el punto final de toda humanidad: un niño comiendo arena porque el mundo decidió que su vida no era urgente, porque la logística del horror lo dejó sin agua, sin abrazo.

Y si, después de ver eso, el planeta sigue girando con normalidad, entonces todo está perdido. Una humanidad donde un niño come arena ante nuestras cámaras ya no merece llamarse así.

• * Investigador en ciencias de la salud y observador de asuntos globales

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Notas:

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