No hubo nombres para sus cruces
No hubo nombres para sus cruces
«Sí, enterarnos de lo que sucede con los muertos de la «ocupación» convida necesariamente a volver a la ya mencionada Antígona, el drama que por excelencia nos evoca lo trágico presente en el plano vital. La protagonista se asume responsable de una desobediencia que la lleva a defender un cadáver, el de su hermano; es el deber de ella como sobreviviente hacia su hermano que está muerto, el deber de la sepultura. Es su forma de cumplir con el mandato de los dioses y de unirse al muerto desde un ritual fúnebre y prohibido».
Las líneas con las que se inicia esta reflexión se consiguen luego de leer la columna La humanidad del cuidado, publicada en El Espectador el domingo 12 de noviembre de 2023, de autoría de Volodymyr Yermolenko, filósofo y escritor ucraniano. Allí el autor relata lo que ocurre con los muertos en Izyum, ciudad ucraniana ocupada por los rusos en marzo de 2022. Así comienza el texto:
«Al entrar a Izyum, giramos a la derecha desde la carretera principal. Hay un camino con casas a la izquierda y un bosque a la derecha. Pero no es un simple bosque. Es uno de los lugares más horribles de esta guerra. Adentrándonos un poco más empezamos a ver hileras de tumbas. Tumbas cavadas en el suave suelo arenoso, ni profundas, ni anchas. Estas tumbas contienen los cuerpos de los que murieron durante los bombardeos rusos y la ocupación de la ciudad ucraniana de Izyum.
Aún hay unas cruces rústicas de madera cerca de cada una de las tumbas. Llevan números en lugar de nombres».
Es esta una patética forma de contar lo que ocurre con los muertos que a su paso deja la ya prolongada «ocupación» rusa en Ucrania; los difuntos no reciben cuidado, la mayoría quedan tirados en una calle, frente a una casa o en cualquier lugar donde parecen esperar a quien cumpla con ellos el ritual de despedida. Pero hay algo más aterrador, aparte de lo que ocurre con las víctimas ucranianas: los rusos tampoco se ocupan de los cuerpos de «sus propios soldados». ¡Es ilimitada la frialdad que provoca la guerra!
Cómo no evocar a los griegos luego de leer esta conmovedora columna, cuando de ellos aprendimos que «el primer deber de los sobrevivientes hacia los muertos consiste en enterrar su cuerpo del modo usual en cada lugar y en cada tiempo. [...] Y tratándose de gentes que en vida pertenecieron a la propia ciudad, constituye un gravísimo delito privarles de los honores del entierro», plantea Erwin Rhode en su libro Psique: la idea del alma y la inmortalidad entre los griegos.
Cómo no volver a su poesía que declara que los muertos merecen cuidado y es obligación ocuparse de ellos así su vida haya llegado al final; por vía natural, accidental o violenta, cómo no pensar en Antígona, personaje de la pieza titulada de igual manera por Sófocles, su autor; cómo no volver la mirada al pasado ya remoto, si lo narrado hoy por Volodymyr Yermolenko actualiza un edicto irracional que negaba los rituales de despedida a un muerto.
Realidades como las que ahora suceden en el extenso país de Europa oriental y que traen a la memoria versos escritos hace más de veinticinco siglos, confirman que los muertos tienen dignidad y que cuidarlos no es algo diferente al sobresaliente mandato de la cultura humana imposible de abandonar hoy.
Sí, enterarnos de lo que sucede con los muertos de la «ocupación» convida necesariamente a volver a la ya mencionada Antígona, el drama que por excelencia nos evoca lo trágico presente en el plano vital. La protagonista se asume responsable de una desobediencia que la lleva a defender un cadáver, el de su hermano; es el deber de ella como sobreviviente hacia su hermano que está muerto, el deber de la sepultura. Es su forma de cumplir con el mandato de los dioses y de unirse al muerto desde un ritual fúnebre y prohibido.
Los griegos enseñan que la comunicación con los muertos debe mantenerse, aunque para el caso es lo que ocurre solo de un lado de los dos países que se mantienen en confrontación. Mientras «las tropas rusas dejan insepultos los cadáveres de los civiles ucranianos», continúa Yermolenko, «los ucranianos, por el contrario, convierten los funerales de sus soldados en acontecimientos para pueblos o incluso ciudades enteras». Quizá esta comunidad afectada por el ataque prolongado desconozca el acto ejemplar de la joven Antígona que en obediencia a las leyes del hogar sepultó a su hermano, porque tenía claro que con los muertos se continúa una comunicación de memoria y fervor que impide negarles el último ritual.
Pero los ucranianos sí parecen escuchar los ecos de la defensora de los muertos, por ello uno de los rituales de entierro frecuentes en estos tiempos y en el único cementerio que queda en Izyum consiste en meter un cuerpo en una bolsa plástica, llevarlo al bosque, cavar una fosa, sepultarlo y, finalmente, hacer una cruz con dos tablas de madera marcada con un número para el difunto no nombrado. Es lo que cuenta una mujer encargada del servicio funerario. Una sensible forma de mantener en la memoria a quienes han perdido, a quienes a causa de la guerra mantendrán en su recuerdo.
De nuevo y en tiempo presente, es una mujer —al lado de otros sepultureros— quien se encarga de los funerales en un país asaltado; una razón de más para evocar la pieza teatral griega inspirada en un conflicto de la antigüedad y que hoy gana vigencia en tanto recuerda las razones de humanidad imposibles de denegar a los muertos. Por eso, como ocurre hoy con los cadáveres en la lejana Izyum y como sucedió hace siglos en Tebas con el cadáver de Polinices, basta con un enterramiento simbólico para desviar el horror, para hacer menos azaroso el encuentro aterrador con el final.
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