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Opinión

¿Y dónde está el trinomio cuadrado perfecto?

13/08/2025
Por: David Stephen Fernández McCann. Profesor de la Facultad de Ingeniería de la UdeA.

«En las reuniones de egresados, cuando alguien bromea con que «nunca volvió a usar el trinomio cuadrado perfecto», la respuesta más honesta sería: lo usas todos los días, pero ya no te das cuenta. El verdadero valor de ese aprendizaje no era la fórmula escrita en la pizarra, sino el esquema mental que instaló en nuestra memoria: la capacidad de reconocer estructuras, descomponerlas y anticipar cómo interactúan sus partes. En ingeniería —y en la vida—, esa forma de pensar marca la diferencia entre reaccionar improvisando o actuar con una visión clara del conjunto».

En los encuentros de egresados de ingeniería hay un momento casi predecible: alguien abre el debate sobre lo que debería enseñarse en la carrera y lo que, a la luz de los años, resultó ser puro adorno académico. La conversación va y viene entre carcajadas y gestos de complicidad, hasta que aparece el clásico de siempre: «En todos estos años de trabajo, jamás he tenido que resolver un binomio cuadrado perfecto». Las risas se multiplican. Algunos añaden que, de todas las fórmulas memorizadas, esa es la que menos sentido tuvo fuera del aula… salvo, claro, para quienes terminaron siendo profesores y, por oficio, están condenados a perpetuarla.

En el fondo, todos intuimos que sí sirve… aunque no siempre sepamos explicar cómo. Unos dicen que es cuestión de «formar el carácter»; otros, que ayuda a «pensar como ingeniero». Un profesor amigo lo resume con una metáfora que me encanta: el trinomio cuadrado perfecto —es decir, el resultado de desarrollar un binomio cuadrado perfecto— es como las abdominales para un futbolista. No se ven en el partido, nadie paga la boleta para verlas, pero son esenciales para que el jugador rinda. No se trata de la fórmula en sí, sino del músculo mental que ejercita.

Esta intuición ha sido descrita con rigor científico por Charan Ranganath en su libro Why We Remember. Ranganath es neurocientífico y profesor de Psicología en la Universidad de California, Davis, donde dirige el Dynamic Memory Lab. Su investigación se centra en desentrañar cómo funciona la memoria humana, cómo reconoce patrones y cómo construye esquemas mentales que nos permiten interpretar el presente y anticipar el futuro. Al cumplir 50 años, se propuso dos metas: escribir un libro sobre todo lo que había aprendido acerca de la memoria… y aprender a surfear. Basado en sus estudios y en los de otros colegas, sostiene que la función esencial de la memoria no es conservar datos como en un archivo estático, sino codificar y consolidar patrones. Recordamos no para guardar cada detalle del pasado, sino para abstraer regularidades que puedan integrarse en esquemas capaces de guiar nuestras decisiones y previsiones.

Aprender el trinomio cuadrado perfecto activa, sin que lo notemos, las tres grandes formas de memoria que Ranganath describe. La memoria episódica fija el momento preciso en que lo resolvimos por primera vez —quizá frente a la pizarra, siguiendo la explicación de un profesor— y crea un ancla personal. La memoria semántica abstrae de ese episodio la regla general (a+b) ^2 = a^2 + 2ab + b^2, integrándola en un esquema reutilizable para reconocer patrones algebraicos en otros contextos. Finalmente, la memoria procedimental convierte el proceso en una destreza automática: identificar rápidamente un trinomio perfecto y expandirlo o factorizarlo sin esfuerzo consciente. El verdadero valor no está en la fórmula en sí, sino en el entrenamiento cognitivo que implica: aprender a detectar estructuras repetitivas, un hábito mental que el ingeniero reaprovecha una y otra vez, incluso en terrenos muy alejados de las matemáticas puras.

En el lenguaje de Ranganath, aprender el trinomio cuadrado perfecto es, en realidad, construir un esquema: una estructura mental que organiza el conocimiento y nos permite reconocer, casi de un vistazo, cuándo estamos frente a un patrón familiar. Cuando en la universidad memorizamos su desarrollo, no solo guardamos una fórmula: fijamos en la mente una plantilla para entender que, cuando dos elementos se combinan, el resultado incluye sus efectos individuales y el efecto amplificado de su interacción. Ese esquema, una vez consolidado, se activa automáticamente en contextos nuevos, incluso fuera de las matemáticas: desde planificar un proyecto hasta resolver un conflicto, la mente detecta la estructura y sabe cómo descomponerla.

Piensa en un ingeniero que debe decidir cómo abordar un nuevo proyecto con un cliente importante. Sobre la mesa hay dos factores principales: la propuesta técnica (a) y la relación interpersonal con el cliente (b). Cada uno tiene un valor propio: una buena solución técnica genera confianza por sí misma —memoria semántica—, y una relación sólida abre puertas por su cuenta —memoria episódica—. Pero la verdadera fuerza surge cuando ambos se combinan: una propuesta técnicamente impecable presentada en un clima de confianza multiplica el impacto —memoria procedimental—. Sin escribirlo, la mente del ingeniero opera bajo un esquema muy parecido al del trinomio cuadrado perfecto: identificar el aporte individual de cada factor y, al mismo tiempo, reconocer que la interacción entre ellos —ese «doble producto»— es decisivo para el éxito.

Quizá por eso, en las reuniones de egresados, cuando alguien bromea con que «nunca volvió a usar el trinomio cuadrado perfecto», la respuesta más honesta sería: lo usas todos los días, pero ya no te das cuenta. El verdadero valor de ese aprendizaje no era la fórmula escrita en la pizarra, sino el esquema mental que instaló en nuestra memoria: la capacidad de reconocer estructuras, descomponerlas y anticipar cómo interactúan sus partes. En ingeniería —y en la vida—, esa forma de pensar marca la diferencia entre reaccionar improvisando o actuar con una visión clara del conjunto. Tal vez no recordemos cuándo lo aprendimos, pero el trinomio sigue ahí, guiando nuestras decisiones… aunque nunca volvamos a escribirlo en una pizarra.


Notas:

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