Z7_89C21A40L06460A6P4572G3304
Clic aquí para ir a la página gov.co
Emisora UdeA
Z7_89C21A40L06460A6P4572G3305

Opinión

Z7_89C21A40L06460A6P4572G3307
UdeA Noticias
Z7_89C21A40L06460A6P4572G3386
Opinión

Veinte mil años de vergüenza: el linaje nuclear

03/09/2025
Por: Luis Miguel Ramírez Aristeguieta. Profesor de la Facultad de Odontología de la UdeA*

«El linaje nuclear no es accidente: es nuestra carta de presentación como especie. No nos recordarán por catedrales ni viajes espaciales, sino por convertir atolones en cementerios y dejar cápsulas de veneno que laten en silencio durante milenios. Ese será nuestro epitafio colectivo: la no grandeza. Y cuando sea nuestro turno de desaparecer, lo único que quedará de nuestro paso serán esas cápsulas enterradas en islas y desiertos olvidados. 20 000 años después, cuando ya no haya padres ni hijos, cuando ya no existan errores que heredar, el planeta aún escuchará el eco de nuestra arrogancia».

«Tus errores como hijo son mis errores como padre». No importa de dónde venga la frase, ni si fue inventada para un emperador del cine. Lo que importa es que sirve, en medio del humo de Hiroshima y Nagasaki, para recordar que lo hecho no se borra con disculpas ni con tratados. Cada error de esta generación será condena heredada.
 
Nos decimos vencedores, pero solo hemos demostrado que podemos arrastrar la barbarie al terreno de la ciencia. Convertimos el instinto de matar en ecuaciones, en física de neutrones, en cálculos de energía. Las cenizas flotaron en Hiroshima, iguales gritos en Nagasaki que persiguen incluso al general más convencido. No hay gloria, solo la vergüenza de haber abierto una caja que no se cerrará en milenios.

Se dirá que era necesario, que la guerra lo exigía. Mentiras cómodas. La verdad: probamos con sangre que podíamos convertir el mundo en un laboratorio radiactivo, y una vez abierto el camino, la adicción no se detendría. Ardió Japón; luego Nevada, Kazajistán, los atolones de la Polinesia. Los políticos del futuro hablarán de defensa, orgullo nacional, disuasión, y en su nombre volverán a detonar soles artificiales. Hoy existen más de 10 000 cabezas nucleares listas, cada una con un poder de destrucción que haría de Hiroshima y Nagasaki un recuerdo menor; sobra decir que con una sola bastaría para borrar una ciudad entera, con dos para silenciar una nación.

¿Qué clase de padres dejan a sus hijos cráteres envenenados y residuos que vivirán 20 000 años? ¿Con qué cara exigir cordura si sembramos el planeta de cicatrices radiactivas? No hay pedestal desde el cual dictar lecciones. No somos maestros, solo un mal ejemplo con uniforme. Nuestra herencia no es sabiduría, sino vergüenza geológica.

Por otro lado, el planeta, indiferente, observa como quien ve hongos crecer en una herida. A la Tierra no le importa si la radiación dura veinte mil o dos millones de años: metabolizará esas cicatrices igual que metabolizó meteoritos, glaciaciones y extinciones. Lo que está en juego no es el destino del planeta, sino nuestra permanencia sobre él. Y lo que se hizo en agosto de 1945, y después, garantiza que la fragilidad será la marca de nuestro linaje.

El primer destello en Alamogordo no fue victoria científica, sino ensayo general de exterminio. Allí, en el desierto, jugamos a dios con la materia más íntima del universo. Y al ver el hongo, los físicos hablaron de logros y gloria. «Ahora soy la muerte, destructora de mundos», citó —con culpa y tristeza— Oppenheimer, como si repetir versos antiguos pudiera absolver la imitación de dioses.

Tras Hiroshima y Nagasaki vino la orgía de poder. Estados Unidos multiplicó ensayos en Nevada y en los atolones del Pacífico, transformando tierras y mares paradisiacos en escenarios para soles artificiales. La Unión Soviética respondió en Semipalátinsk, Kazajistán, convertido en infierno repetido cientos de veces, hasta alcanzar monstruosidades como la Tsar Bomba de 50 megatones, que hizo temblar al planeta entero. Mientras tanto, campesinos y niños respiraban polvo radiactivo como si fuera arena común.

Gran Bretaña, Francia y China se sumaron al club. Cada potencia eligió su escenario: el Pacífico convertido en basurero, el desierto argelino usado por Francia como si fuera tierra sin memoria, Novaya Zemlya en el Ártico transformada en laboratorio helado. Francia destacó por su arrogancia: primero en Argelia, luego en Mururoa y Fangataufa, los «paraísos polinesios» convertidos en cementerios radiactivos. Décadas después, Chirac retomó ensayos en los noventa como si el mundo no hubiera gritado basta de «estadistas» acéfalos. Los residuos seguirán activos 20 000 años, cifra absurda para una civilización que presume de cultura.

Los paraísos quedaron envenenados: atolones convertidos en búnkeres, estepas kazajas sembradas de enfermedades, Nevada marcada con cráteres lunares. En todos los escenarios la lógica fue la misma: usar el planeta como tablero y tratar a las poblaciones locales como daños colaterales, carne desechable.

El veneno se volvió invisible y global: en la leche de los niños, en tierras de cultivo, partículas viajando con los vientos. En los cincuenta y sesenta, millones de personas inhalaron arrogancia nuclear sin consentimiento. Ninguna potencia reconoció el crimen: lo disfrazaron de disuasión, de ciencia, de paz. Una paz construida sobre la amenaza de aniquilarlo todo.

Vinieron los primeros parches: el Tratado de Prohibición Parcial (1963), el de No Proliferación (1968). Piezas legales que maquillaron la vorágine sin detenerla. Los ensayos continuaron bajo tierra, rebautizados como «seguridad», convertidos en rutina burocrática. Nevada siguió explotando, Semipalátinsk envenenando, Mururoa tragando bombas. Lo único que desapareció fue el hongo visible; la radiación y la vergüenza siguieron filtrándose.

Al final del siglo XX, el linaje nuclear seguía vivo. En 1998 India y Pakistán reclamaron su lugar en el club atómico, detonando bajo tierra los pecados heredados. Y en el siglo XXI, la anomalía previsible: Corea del Norte, solitaria y desafiante, probando bombas entre 2006 y 2017. Hiroshima no quedó enterrada en 1945: sigue multiplicándose en ecos.

Los ensayos se redujeron, sí, pero no por cordura sino porque la tecnología ofreció un atajo: simulaciones digitales, supercomputadoras y laboratorios de fusión. Ya no se necesitan atolones dinamitados ni montañas perforadas para perfeccionar la maquinaria de la muerte. El crimen continúa, invisible, sin cráteres nuevos, pero con la misma lógica: mantener vivo el arsenal.

Lo visible son los cementerios radiactivos con pueblos enfermos de cáncer y generaciones deformadas. El mar pacifico, convertido en búnkeres sellados bajo hormigón, como si el hormigón pudiera contener 20 000 años de veneno. Una cifra que se burla de la historia humana, porque nuestra especie apenas lleva 340 000 sobre la Tierra. Y como si no bastara con las bombas, olvidamos Chernóbil: un error civil convertido en herida perpetua, que aún respira radiación y amenaza como recordatorio de la arrogancia nuclear. En menos de un décimo de nuestra existencia creamos residuos que nos superarán en longevidad.

Creemos legar cultura y ciencia, pero lo único asegurado es basura radiactiva. ¿Con qué autoridad exigir sabiduría a nuestros hijos si heredan cicatrices imborrables? La Tierra, indiferente, metaboliza: lo que para nosotros es tragedia, para ella es una raspadura. Como lo fueron sus extinciones previas. No tiene memoria moral, pero si intervalos de tiempo mortales.

El linaje nuclear no es accidente: es nuestra carta de presentación como especie. No nos recordarán por catedrales ni viajes espaciales, sino por convertir atolones en cementerios y dejar cápsulas de veneno que laten en silencio durante milenios. Ese será nuestro epitafio colectivo: la no grandeza.

Y cuando sea nuestro turno de desaparecer, lo único que quedará de nuestro paso serán esas cápsulas enterradas en islas y desiertos olvidados. 20 000 años después, cuando ya no haya padres ni hijos, cuando ya no existan errores que heredar, el planeta aún escuchará el eco de nuestra arrogancia: los latidos envenenados de un linaje que jugó a dioses y solo consiguió ser recordado como un fracaso.

La juventud no huye de la vida: huye de la herencia tóxica que le imponemos. No es crisis de natalidad, es rechazo. Rechazo a perpetuar un linaje que solo deja cicatrices y veneno que durará más que cualquier civilización. Por primera vez la demografía desciende no por peste ni guerra, sino por decisión: un suicidio demográfico lento, autónomo, lúcido. Y en ese gesto de la juventud está el juicio final contra nosotros. El planeta seguirá orbitando; la especie, que se creyó eterna, descubre que puede renunciar a sí misma. No hay rebeldía más grande que negarse a nacer. La última explosión exterminadora es demográfica: no la hacen los hijos, la hacen los que deciden no tenerlos.

Plus: La última bomba no dejó cráteres, dejó vacío: el rechazo a nacer.

• * Investigador en ciencias de la salud y observador de asuntos globales

• Para compartir esta columna, le sugerimos usar este enlace corto: https://acortar.link/I4gVVX

 


Notas:

1. Este es el espacio de opinión del Portal Universitario, destinado a columnistas que voluntariamente expresan sus posturas sobre temáticas elegidas por ellos mismos. Las opiniones aquí expresadas pertenecen exclusivamente a los autores y no reflejan una opinión o posición institucional de la Universidad de Antioquia. Los autores son responsables social y legalmente por sus opiniones.

2. Si desea participar en este espacio, envíe sus opiniones y/o reflexiones sobre cualquier tema de actualidad al correo columnasdeopinion@udea.edu.co. Revise previamente los Lineamientos para la postulación de columnas de opinión.

Z7_89C21A40L06460A6P4572G3385
Z7_89C21A40L06460A6P4572G3387
Z7_89C21A40L06460A6P4572G33O4
Z7_89C21A40L06460A6P4572G33O6
Lo más popular
Z7_89C21A40L06460A6P4572G3340