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Adaptarse o aferrarse: la trampa de los principios

06/08/2025
Por: Luis Miguel Ramírez Aristeguieta. Profesor de la Facultad de Odontología de la UdeA*

«Entre el dogmatismo suicida y el oportunismo descarado existe un terreno intermedio: la adaptación con criterio. La clave no está en traicionar los principios al primer obstáculo ni en mantenerlos intactos hasta el martirio, sino en comprender cuándo un ideal es una guía y cuándo se convierte en un lastre. La historia también nos ofrece ejemplos de quienes supieron mantener un equilibrio entre pragmatismo y coherencia (...) No es la rigidez lo que define la grandeza de un principio, sino su capacidad de evolucionar sin perder su esencia».


Decir que alguien tiene principios suena a elogio, pero también puede ser una advertencia. Los principios, cuando se enquistan, se vuelven absolutismos: dejan de guiar para empezar a imponer. No todos los principios son virtudes; algunos son dogmas heredados, doctrinas sin revisión, fósiles morales. El problema no es tenerlos, sino adorarlos. La fidelidad ciega a los principios ha justificado tanto la dignidad como la barbarie.
La célebre frase de Groucho Marx: «Estos son mis principios, y si no le gustan, tengo otros», no es solo ironía, sino una realidad latente en la política, la religión y los negocios. ¿Es la flexibilidad moral una forma de inteligencia adaptativa, o simplemente una traición a todo lo que supuestamente da sentido a la identidad humana?

Desde una perspectiva evolutiva, adaptarse es una virtud. La rigidez mata; la capacidad de amoldarse a los cambios permite la supervivencia. Sin embargo, cuando los principios se convierten en una moneda de cambio, dejan de ser valores inmutables y se transforman en herramientas de manipulación. El político que hoy jura fidelidad a una causa y mañana la traiciona en busca de votos, el empresario que clama responsabilidad social mientras explota recursos y trabajadores, el líder religioso que predica humildad mientras acumula riquezas descomunales: todos ellos han entendido que los principios, en el mundo real, no son un ancla sino una vela al viento.

Los grandes manipuladores de la historia han explotado esta realidad con maestría. Rígidos, cerrados, intransigentes. Napoleón, por ejemplo, defendió la Revolución Francesa hasta que se coronó emperador. Lenin prometió «todo el poder para los sóviets» antes de instaurar un estado centralizado de hierro. Hitler, en su demagogia, convenció a un país entero de que sus principios eran inmutables, mientras tejía alianzas y traiciones según su conveniencia. En todos estos casos, la lealtad a un ideal se convirtió en un arma para consolidar el poder.

Pero la otra cara de la moneda es igual de peligrosa. El aferrarse ciegamente a principios, sin importar el contexto, ha llevado al colapso de civilizaciones enteras por falta de tolerancia o comprensión a lo diferente. La aristocracia francesa, que se negaba a ceder privilegios antes de ser arrasada por la guillotina. Los confederados en Estados Unidos, que defendieron hasta el final una economía esclavista condenada al fracaso. La Iglesia medieval, que tardó siglos en aceptar avances científicos que desmentían su dogma. Ser fiel a los principios propios puede ser tan destructivo como renunciar a ellos.

Todo fanático y extremista es, en esencia, alguien que ha decidido petrificar su manera de ver el mundo. Pero también lo es el cínico absoluto, aquel que cambia de principios como quien cambia de ropa según la moda. La clave del poder no está en ser inflexible ni en ser maleable sin escrúpulos, sino en saber cuándo endurecer una postura y cuándo modificarla. Este es el arte que pocos dominan, pero que aquellos que lo logran terminan gobernando naciones o liderando movimientos.

Lo que distingue a los más hábiles es su capacidad para leer el momento histórico y vender sus principios como verdades absolutas. Los populistas modernos han convertido esto en un arte. Trump y su narrativa de «America First», capaz de atraer tanto a empresarios como a obreros empobrecidos. Bolsonaro, alternando entre la defensa de la democracia y guiños autoritarios. Putin, que usa la nostalgia soviética y el nacionalismo zarista en la misma oración. No importa la coherencia; lo que importa es generar emociones fuertes, lealtades irracionales. Y ahí caen las masas. Un pueblo en modo supervivencia no busca la verdad, busca una dirección, una estructura, una lógica a la que aferrarse, aunque sea irracional.

La gente suele asumir que los principios son inherentemente buenos, pero no todos lo son. Existen principios tiránicos, destructivos, sectarios. Fanáticos religiosos que están dispuestos a matar por su fe. Corporaciones que justifican la depredación ambiental en nombre del «progreso». Políticos que usan la libertad de expresión como excusa para difundir odio. A veces, la supervivencia exige transigir, negociar, ceder. Sócrates se aferró a sus principios y bebió la cicuta. Giordano Bruno no renegó de su pensamiento y terminó en la hoguera. La pregunta es inevitable: ¿Es preferible morir por principios inquebrantables o vivir adaptándolos a la circunstancia? La respuesta es cruelmente simple: depende del objetivo.

Sin embargo, entre el dogmatismo suicida y el oportunismo descarado existe un terreno intermedio: la adaptación con criterio. La clave no está en traicionar los principios al primer obstáculo ni en mantenerlos intactos hasta el martirio, sino en comprender cuándo un ideal es una guía y cuándo se convierte en un lastre. La historia también nos ofrece ejemplos de quienes supieron mantener un equilibrio entre pragmatismo y coherencia. Mandela negoció con el régimen que lo encarceló sin renunciar a su lucha contra el apartheid. Roosevelt aplicó políticas que habrían horrorizado a sus correligionarios para sacar a su país de la Gran Depresión. Incluso la resistencia francesa, en la Segunda Guerra Mundial, tuvo que aliarse con grupos de distinta ideología para enfrentar un enemigo común. No es la rigidez lo que define la grandeza de un principio, sino su capacidad de evolucionar sin perder su esencia.

Los mejores políticos, los más astutos, son aquellos que entienden esta disyuntiva y saben cuándo sostener una bandera y cuándo soltarla. No es casualidad que los regímenes autoritarios florezcan en momentos de caos. Cuando las sociedades entran en crisis, la gente busca certezas, líderes con discursos absolutos, con principios «inamovibles» que en realidad son altamente maleables. Ahí es donde aparecen los salvadores de turno, vendiendo una moral de quita y pon.

¿Son entonces los principios el motor de la sociedad o su ancla? La respuesta es aterradora: son ambas cosas. Son la búsqueda de un ideal, pero también el instrumento perfecto para someter a las masas. Son lo que elevó a grandes civilizaciones y lo que justificó genocidios. Son lo que dio sentido a la lucha de los oprimidos y lo que también ha sido usado para aplastarlos. No hay absolutos en esta ecuación. Solo hay pragmatismo disfrazado de moralidad.

Los principios torcidos de un liderazgo político no solo pervierten el poder, sino que descomponen el tejido mismo de la sociedad. Cuando un líder manipula el miedo, fomenta la división y transforma el resentimiento en identidad colectiva, las masas dejan de pensar en términos de futuro y solo reaccionan con instintos primarios. Se les convence de que la causa es justa, de que el enemigo es real, de que la lealtad es más importante que la verdad. Y cuando el pensamiento crítico se sustituye por obediencia, la decadencia se vuelve inevitable.

En Ruanda lo vimos: la narrativa de la pureza racial no solo justificó un genocidio, sino que hizo que ciudadanos comunes tomaran machetes contra sus propios vecinos. En todos estos casos, los líderes supieron explotar el resentimiento latente, canalizar la frustración y ofrecer una falsa redención a través de la violencia, la persecución y el fanatismo.

El verdadero colapso no llega con una crisis económica o una derrota militar, sino cuando la población ha sido moldeada y alienada para aceptar el deterioro como normalidad. La polarización convierte al ciudadano en un soldado de una guerra que ni siquiera comprende. La historia ha demostrado que no hay civilización lo suficientemente fuerte como para sobrevivir a su propia ceguera. Un pueblo que deja que sus principios sean escritos por líderes sin escrúpulos no marcha hacia su redención, sino hacia su extinción.

• * Investigador en ciencias de la salud y observador de asuntos globales

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Notas:

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