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Opinión

El hambre… la otra orilla

29/06/2020
Por: Judith Nieto- Escritora y profesora de la Escuela de Microbiología

El panorama común de estos tiempos por los que campea el coronavirus es un pedazo de trapo rojo amarrado a las puertas de sus ajenas y hacinadas viviendas; la única señal de la que se valen tantos ciudadanos con hambre para implorar al Estado o a los particulares una ayuda.

Así estamos, así hemos quedado: con el mundo detenido y con la vida en suspenso. Es la condición en la que, sin anuncio, irrumpió el SARS-CoV-2 —covid-19—, la enfermedad a la que todos tememos. Por ello, para evitar contraerla, hemos aceptado, sumisos, el confinamiento en el que hoy se encuentra casi la mitad del planeta. Así, lo hasta ahora vivido nos indica que al parecer el primer semestre de este año de números duplos que no olvidaremos seguirá lastrado por la enfermedad que doblegó a los vivientes, quienes creyeron ser capaces de postergar la muerte a su antojo.

Pero la fuerza de este achaque frente al que todos, sin pudor, mostramos la aprensión, ha dejado al descubierto la conmovedora orilla del hambre en la que viven miles de ciudadanos colombianos —y del mundo, por supuesto—. En el caso de los colombianos, muchos optaron por izar el harapo rojo, del que se valieron para hablar del hambre que los expuso a la calle y al contagio. Es el emblema que les sirve a tantos ciudadanos arrinconados por la carencia para reclamar asistencia alimentaria; es el estandarte usado por tantas madres para contar que hacen dormir a sus niños para así poder adormecerles el hambre que no tienen con qué saciar durante el día.

Por esto, el panorama común de estos tiempos por los que campea el coronavirus es un pedazo de trapo rojo amarrado a las puertas de sus ajenas y hacinadas viviendas; la única señal de la que se valen tantos ciudadanos con hambre para implorar al Estado o a los particulares una ayuda representada en comida con la que puedan paliar el prolongado ayuno con el que los castigó el fortalecido y pequeño microorganismo.

El paisaje demencial del despojo traducido en la carencia total de alimentos ha sido pincelado sobre la realidad de pobreza y desprotección por este furioso ataque del virus que, a su paso por un mundo que se ha vuelto todo para él, puede arruinar la vida humana ya infectada de mortalidad.

Así, de la zanja abierta en la otra orilla del coronavirus emergen miles de manos de todos los colores y de todas las edades que parecen soltar un secreto famélico; manos vacías que alcanzan a levantar una torre de hambre imposible de desvanecerse. Son las manos de las que ahora cuelga el inútil trapo rojo con el que denuncian el abandono de conciudadanos hambrientos, la postración a la que los ha sometido la desproporcionada inequidad y la invisibilidad de la que son víctimas, solo por el hecho de estar en condición de desposeídos.

Esto señala la condición de precariedad de un número considerable de colombianos que hoy padecen una doble crisis: la del riesgo de ser infectados por el coronavirus y la del hambre tan difícil de ser saciada en medio de una emergencia que, además de poner en riesgo la salud, arrebató el «día a día» que les permitía la subsistencia. Solos, con hambre, entre el confinamiento y el miedo, amasan la esperanza de la superación del apuro ocasionado por la pandemia para impedir que la avidez continúe como un huésped más en sus desoladas viviendas.

El virus, que algunos consideraron una farsa, trajo la crisis de salud y de escasez de alimento que hoy tantos reclaman. La solución de una y otra situación no es fácil, especialmente para países como Colombia, donde la pobreza será una herida tan letal como la llegada del coronavirus; una crisis que hizo visibles los pálidos y ávidos rostros de los sobrevivientes de la otra orilla, de quienes resisten y esperan en la ribera del hambre. Borde en el que las bocas hambrientas son las de siempre y desde el que, sin más, todos estos despojados y expuestos a la decrepitud —pues sus defensas físicas y morales han sido vencidas— buscan cómo liberarse del confinamiento para volver a recorrer las calles con sus estómagos llenos de vacío.

 

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