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Remedio para un guayabo amnésico

12/09/2019
Por: Juan Fernando Gallego Barbier, estudiante Instituto de Filosofía UdeA

« ... Mientras en Colombia nos damos el lujo de destruir el pasado y acomodarlo a nuestro antojo, el hoy, difuso y absurdo, nos arroja a la única protectora de la memoria que no se ha podido comprar: el arte ... »

Dicen por ahí las matronas, entre el tinto, el pan y el puchito de la tarde, que con un buen caldito de costilla y una buena cantidad de agua no hay guayabo que valga. La sabiduría popular da para todo, pero parece que esta vez nos ha fallado y ni a punta de tanto caldo hemos acabado con este insufrible guayabo amnésico que padecemos.

Ni con Alka-Seltzer pudimos evitar que derrumbaran el edificio Mónaco, símbolo de la infamia que no debemos volver a permitir; ni con tanta hierba y remedio alcanzamos a reconocer a las comunidades indígenas, los dueños más legítimos de estas tierras, cada vez más arrinconados en su propia casa; ni siquiera con aquellas complejas medicinas y tratamientos para la memoria, somos capaces de admitir el conflicto,  como si las cicatrices hubieran desaparecido y las heridas aún sangrantes fueran hechos meramente fortuitos y aislados.

No sabemos cuándo empezó aquella borrachera ni cuándo terminará este guayabo, lo que sí sabemos es que de ayer nada supimos y del hoy mucho menos. Sin embargo, no hay que ser yerbatero ni brujo para devolverle la memoria a los colombianos: sólo basta con ser artista y no hace falta pintarlo de naranja.

El arte siempre ha tenido ese no-se-qué misterioso y excitante que, con la ingenuidad de un niño o un bufón, muestra la desnudez que llevamos bajo nuestros ropajes.

Casi que como el nazareno en su via-crucis, va por el mundo, nuestro mundo, asumiendo las heridas del que las niega, los dolores del que los evita, las realidades de las que huimos. Ni siquiera cuando el arte se origina como escape, sus producciones logran abstraerse del horror siempre presente.

Es el artista que, en contravía a su propia finitud, está continuamente muriendo y sufriendo por todos aquellos que se tapan los oídos mientras su realidad les grita y, sea por valentía, desventura o ingenuidad, le hace frente a los verdugos que desangran día a día nuestro país.

Pero el desconocimiento de la realidad no nos exime de su padecimiento: “Cómo decidir cuál trocha es mejor, si estoy en el centro de una historia que desconozco” dirá la poeta Mery Yolanda Sánchez. Así intentemos suturar las heridas, no podemos hacerlo mientras no sepamos dónde están.

El intentar olvidar es siempre un intentar padecer y alguien debe levantarnos del letargo en que nos hemos inducido para ver  finalmente la violencia que nos parece tan lejana y se nos escurre siempre bajo la puerta.

Es en último término nuestra embriaguez una borrachera con la sangre olvidada de nuestras víctimas, y esparcida por los campos gracias a nuestra propia indiferencia.

Pero el arte, entonces, el que nos muestra la herida y la hace suya para que empiece a sanar. No es por casualidad, entonces, que, desde el juego más inocente hasta la más concienzuda crítica, el arte en Colombia tenga los ropajes llenos de lágrimas y sangre.

Las cifras y leves rumores que levantan los medios de comunicación nunca van a arrebatarnos con tanta vehemencia de nuestra ilusión de realidad como una obra de arte. Cómo comparar los miles y miles de reportajes sobre las comunas en Medellín, cuando películas como “La gorra” o libros como “El pelaíto que no duró nada” nos arrojan directamente a ellas.

Cómo hablar de la precisión de los amplísimos y detalladísimos análisis socioeconómicos y políticos de peritos en la materia, cuando estos desprecian a las tantas agrupaciones de rap, punk, metal, entre otros géneros, que en unos cuantos minutos de producción musical y lírica expresan de manera visceral y contextualizada el descontento y malestar generalizado.

Cómo seguir negando la existencia de un conflicto que es más antiguo que las guerrillas de izquierda, cuando hace unos 90 años Pedro Nel Gómez descarnadamente exponía en sus murales el desplazamiento, la violencia y la desigualdad social.

Cuando en un país la realidad es puramente mágica, y la realidad parece pura ficción, no hay mejor forma de quitarnos aquel guayabo amnésico que mediante la reflexividad natural del arte, pues, en palabras de Juan Manuel Roca “una ficción bien lograda puede volverse verdadera”.


Nota

Este es el espacio de opinión del Portal Universitario, destinado a columnistas que voluntariamente expresan sus posturas sobre temáticas elegidas por ellos mismos. Las opiniones aquí expresadas pertenecen exclusivamente a los autores y no reflejan una opinión o posición institucional de la Universidad de Antioquia.

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