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AccionesEl lector de la risa fúnebre
Anestesiólogo, lector, cinéfilo, mago, profesor. Muchos en uno: así es Tiberio Álvarez Echeverri, galardonado este año con la distinción al Egresado Sobresaliente de la Alma Máter.
Tiberio Álvarez Echeverri se graduó como médico de la Alma Máter en 1967. Fotografía: Stiven Arias Henao.
Nada lo define tanto como su biblioteca: detallados relatos de la medicina antioqueña, citas y manuscritos de tinta fecunda, fértiles colecciones cinematográficas, el viejo y el nuevo libro. Ahí está Tiberio —con el bigote de Einstein y fiebre por Chaplin— evocando a media luz historias de dolores aliviados o regalos de paz para pacientes desahuciados. Ahí está el anestesiólogo, el historiador, el cinéfilo… el lector de la risa fúnebre.
¿Quién es Tiberio Álvarez Echeverri sino la suma de sus lecturas? Su destreza para repentizar frases y títulos confunde a su interlocutor: no sabe uno si realmente es él quien habla o los autores que lo habitan. Su cédula afirma que nació en 1942 en San Andrés de Cuerquia, en el Norte antioqueño; pero su vocación apela otra fecha: su nacimiento fue en 1956, cuando ingresó al Liceo Antioqueño de la Alma Máter.
En 1960, ya en la Universidad, se encontró con la influencia de la medicina francesa y, en simultánea, su ímpetu de voraz lector trascendió a escritor, convirtiéndose en el autor de Historias subterráneas de la medicina antioqueña. De la corriente francesa heredó la tendencia humanista; su práctica médica actual para el tratamiento del dolor lo demuestra: escuchar al paciente, mirarlo a los ojos, abrazarlo y, a veces, llorar con él.
Tras una difícil infancia, el médico cirujano hijo de un humilde maestro de escuela, graduado en 1967, se propuso viajar al exterior para continuar sus estudios. Quería ir a Francia pero, de pronto, tuvo que cambiar la bata por las botas y el rigor del servicio militar obligatorio. Pasó a ser el soldado Álvarez Echeverri.
Una vez dejó el uniforme se estableció en Abriaquí, en el Occidente antioqueño. En un año de pocos pacientes logró un record: leer un libro por noche, entre ellos los clásicos de Dostoievski. Después se fue a Frontino, donde tuvo contrastada y rebosante actividad; allí, durante cinco años, su camioneta pick up le sirvió de ambulancia y carro fúnebre a la vez.
Terminó la especialización en Anestesiología en 1974 para ser docente en la Universidad de Antioquia y, ¡por fin!, ir a París. «Allá la medicina era importante y me atraía, pero lo que más me llamaba la atención era el cine. Decía que iba por la medicina, pero era para que me patrocinaran», cuenta mientras se carcajea este «viejo zorro». Antes de viajar alimentó su expectación liderando cineclubes en la Facultad de Medicina y «ojeando» la inasequible revista Cahiers du Cinéma en una reconocida librería.
En París asistió a la primera entrega de Los Césares, los Premios Óscar del cine francés. «Me sentía en la crema y nata», dice. Hoy cuenta con una colección con 24 ejemplares de proyectores de cine.
«Doy conferencias y soy un experto en Chaplin; tengo una obra de más de 80 libros sobre Chaplin; visité los lugares donde nació y murió Chaplin; hace un año estuve en el museo de Chaplin». Chaplin, Chaplin, Chaplin… su incurable fiebre perdura. No es casual que tenga algo del ícono inglés. ¿Qué? «Cierta risa fúnebre —responde—, una risa con dejos de tristeza como era la risa de Chaplin, que no era una risa franca, que tenía algo del ethos de una persona que vino de abajo». Esa risa surge cuando está con sus pacientes.
Hoy se dedica a tratar aquello que espanta a la mayoría: el dolor y la muerte. «Hay que reír porque los pacientes tienen recuerdos agradables. No tiene que ser todo tan macabro, muchos mueren con una sonrisa en el rostro», asegura.
De su extensa carrera médica le quedan narraciones que acumula en hojas amarillentas en su biblioteca: la del médico moribundo que pide consejo; del sicario agónico de la guerra sucia; del joven que ruega que no deje ir a su mamá; del niño guerrillero de Ituango que le dijo: «maestro, no me deje morir, necesito volver a ayudar».
Desde los años 80, Tiberio trata el dolor y realiza cuidados paliativos, lo cual requiere, antes que nada, ser un consumado y diestro lector. Un lector de tonos, silencios, sollozos y ademanes. Las distintas modalidades de tratamiento —sicológico, fisioterapéutico o cognitivo— están en segundo renglón. Lo primero que necesita ese ser apenado hasta el desmayo es que sepan leerlo.
Ser pionero local en atención de desastres, fundar la primera clínica ambulatoria en Medellín para el alivio del dolor, escribir libros sobre dolor asistencial en niños y dolor en cáncer… esas son meras anécdotas. Lo que pesa en verdad son las historias que han hecho de Tiberio ese hábil lector de la risa fúnebre.
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