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Opinión

El exterminio de los delatores, otra cara de un Estado fallido

20/02/2019
Por: Cesar Alberto Orozco Rojas, médico, profesor titular Facultad de Medicina, UdeA

« ... Se ha llegado a una sociedad en donde la concitación al delito y a la muerte del adversario parece ser la única vía para zanjar los disensos; donde el crimen convive en la cotidianidad de los ciudadanos, coexisten el rencor, la intolerancia, la violencia, la retaliación con las ambiciones en las relaciones sociales formales y familiares...»

Inmensa angustia ocasiona que los que rompen el silencio por las inequidades e injusticias, la vulneración a la libertad de pensamiento y expresión, el desarraigo o la exclusión o que todos aquellos que hablan en nombre de los desamparados, desposeídos, destechados, descamisados, desterrados, desabastecidos, desprotegidos o deshonrados sean intimidados, amenazados, asesinados o desaparecidos sistemáticamente.

Y más aún, la tribulación carcome el alma cuando se pierde la capacidad de asombro y de indignación, pareciere como si la indiferencia y la impasibilidad se empotrase en el ser de cada persona y cundiera por toda la sociedad. Y más, todo se entendiere como si toda explotación, espoliación, toda forma de violencia y manifestaciones de delincuencia de grupos al margen de la ley y del aparato estatal se hubieren estructurado e hicieren parte del orden establecido, del paisaje y la cultura nuestra.

Se ha llegado a una sociedad en donde la concitación al delito y a la muerte del adversario parece ser la única vía para zanjar los disensos; donde el crimen convive en la cotidianidad de los ciudadanos, coexisten el rencor, la intolerancia, la violencia, la retaliación con las ambiciones en las relaciones sociales formales y familiares.

Se acepta que la cultura de la violencia se sienta desde los bandos en las campañas electorales y que se yuxtaponga en la sociedad la normatividad formal, el aprecio por la vida y la sindéresis con la delincuencia, las acciones indebidas, deshonestas y el sinsentido camuflándose bajo una realidad dramática con el disfraz del Estado de derecho y amparadas con un discurso de libertad, de justicia y pacifismo; es tal la insensibilidad de la población que no presenta ninguna resistencia y ha terminado por aceptar la deshonra, el doblegamiento y la transgresión de los derechos y valores; y se ha idiotizado tanto que ha hecho de la muerte su modo de vida y la ha integrado a su forma de ver el mundo.

La aflicción lo es más al ver la impavidez, o tal vez la complicidad de los políticos en todas sus esferas ante tales hechos de horror y desesperanza que erosionan la democracia y el Estado de derecho. Por éstos, Colombia ha tenido falsa jactancia desde la segunda mitad del siglo XX en ser un modelo en Latinoamérica y por tener gobierno de iure o de facto al estar investido con todas las garantías jurídicas que han blindado las esencias de la democracia, puesto que la realidad mimetizada es que hemos vivido en una democracia nominal que se ha aproximado a las peculiaridades de ser un Estado fallido, incapaz de ejercer e imponer sus poderes legítimos sobre su territorio.

Ello no sólo implica los fracasos en lo social, político y económico al no proveer todos los servicios básicos a la población, no controlar los altos niveles de corrupción pública y privada, por el aumento de la informalidad en el mercado, la burocracia incomprensible, la elusión y la evasión de impuestos y la ineficacia judicial; sino también, y en un sentido amplio y bajo el argumento de la autoridad, porque ha permitido la interferencia militar en la política y la politización de la justicia, va en ascenso la criminalidad, los refugiados, los desplazados y la endemia de asesinatos de los delatores, a esos líderes sociales y veladores de los derechos humanos o, mejor, a todo aquel que visualice las infamias e improperios; y porque no ha tenido el control sobre todas regiones profundas y vastas del territorio al ser débil e ineficaz en someter el fenómeno del paramilitarismo, la subversión y el narcotráfico que han desafiado directamente la autoridad y no ha podido hacer cumplir la constitución y las leyes.

Esta cultura de la violencia ha permitido la perdurabilidad del conflicto a pesar de los voceados acuerdos de paz y se ha proyectado cambiando de forma, de agentes, de procedimientos y de gobiernos, pero con iguales propósitos de mantener el poder, las operaciones subrepticias y el negocio de la guerra, y ha conservado la intolerancia al disenso, la injusticia, la inequidad y la incapacidad para aceptar los cambios. Si, ha permitido el enquistamiento social, es lene, ha olvidado que, al igual que en la amistad, en la democracia se acepta y consiente a los diferentes con sus reclamos, denuncias y discrepancias. De forma similar, no se puede llegar a puntos de encuentro en una sociedad si hay revanchismo, retaliación, rencor, ira, falta de remordimiento y de indulgencia. El perdón es la forma más expedita de aliviar los dolores y de propiciar la convivencia.

Entonces, cómo se construirá la democracia y se alcanzará la paz, si se tolera con impavidez los asesinatos de los líderes sociales y las “escorias sociales”; si las masacres no alarman ni acojona la conciencia colectiva, de políticos y autoridades; se continúa enterrando los muertos en silencio, y que, aunado a la amnesia general, rápidamente se olvida de los finados por la alienación histórica y el afán del diario vivir, y el mundo social pareciere que sigue igual; pero, ¡al momento del despertar no le quitaran el miedo.

Sólo se empieza a salir adelante y a soñar con un país más humano, en paz, justo y libre, más que con la solidaridad, con el sacudir de la indiferencia reinante, en concienciar la necesidad de salir de la alienación mental a la que ha estado sometido por los medios y a la imbecilidad a la que hemos llegado por el sistema educativo impuesto por los políticos escogidos; la “genuflexión” y la aciaga elección empieza con la pobre educación.

Cuanto más prosigan analfabetas y miserables las personas siempre tendrán viva la esperanza y verán a los políticos, populistas, plutócratas, aristócratas y oligarcas como mesiánicos y más se perpetuarán en el poder. Estos falsos profetas al pueblo le han quitado tanto que consideran la inversión en la educación, en la familia y en la niñez una nefasta estrategia política, y en su afán inmediatista de poder efímero, desatienden ese tiempo secular o de milenios que se precisa para la construcción de una sociedad.

Se entendiere también, que la falta de inclusión en la forma de hacer política también contribuye mucho en el asunto. Los caciques políticos no permiten el ingreso a la justa de otras castas u otros apellidos, se perpetúan como si fueren su bien privado lo público, el Estado cooptado y la democracia feudales; y se zafan de los “PQRS” sociales creando comités o comisiones para analizar y realizar seguimientos, que tan solo terminan en telas vaporosas para resguardar a las víctimas y acusadores de la violencia imperante.

Hay que borrar el supuesto del libreto fascista que el mantenimiento de la guerra y el asesinato de líderes sociales, defensores de los derechos humanos, ambientalistas, dirigentes cívicos, reclamantes de tierra, sindicalistas, representantes estudiantiles, activistas comunales, indígenas, campesinos, togados, periodistas, gais, indigentes, drogadictos u opositores sean el saneamiento de los defectos en la usanza de la democracia en los estados fallidos.

El camino de exterminio político vivido en Colombia desde la década de los 80 no resurgirá más con la participación de todas las personas pensantes y sensibles, la colaboración de todos sectores de la sociedad y la voluntad política estatal de comprometerse en ser reactiva, eficaz y proactiva. Es un deber finiquitar esta guerra fratricida, un montaje en el que los únicos que han perdido son el capital humano, el desarrollo social, la cultura y la imagen país.

No es con las dictaduras, los populismos, nacionalismos, fundamentalismos o la polarización con la afiliación a los extremos políticos con la que sanamos la sociedad de las desapariciones forzadas, delito complejo que supone la violación de múltiples derechos humanos, pero así no estemos en un país con estos remoquetes, el exterminio de los delatores es otra característica de un Estado fallido.

El crimen de los líderes sociales por fuerzas oscuras para sembrar miedo en la sociedad, es otra cicatriz en el rostro del camino a la paz; los líderes sociales son el despertar de las conciencias y por ello los masacran; con su muerte la conciencia colectiva se envilece y se desesperanza; sepultan la concordia entre diferentes y la voz de la justicia.


Nota

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