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Opinión

Su vida se apagó el 31 de enero de 2019

15/02/2019
Por: Judith Nieto López, profesora Escuela de Microbiología, UdeA

« ... Morir es quedarse en silencio, porque la palabra se enreda para siempre en la garganta. Eso es morirse, tener que partir —como lo hizo la profesora Mónica— sin palabras, después de tantas palabras ...»

Luego de pocos años abrazada por una patria ajena, sobrevino la muerte a la profesora Mónica Elizabeth Alarcón, del Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia. Lo inaplazable, lo que a todos entristece, fue la única salida para su cuerpo dominado por la enfermedad.

Ahora, con una ausencia a la que habrá que acostumbrarse, queda la aspiración de que su muerte haya sido serena y libre de las vicisitudes con las que sobrellevó los distintos momentos de su padecimiento, luego de haber recibido el diagnóstico de una afección que no dio reversa, sino que se enquistó en todo su vulnerable cuerpo, hasta hacerlo cada vez más menudo.

 Cómo no lamentar el deceso de la profesora Mónica, si con ella pude construir una amistad marcada por la grata conversación ocurrida en los momentos de encuentro; bien para compartir la mesa, para tomar un café, para asistir a un evento académico o para saborear la conversación amable que siempre tuvimos, incluso cuando nuestros pasos se cruzaban por los parques de Conquistadores, de camino a nuestros apartamentos vecinos.

Por el diagnóstico del mal que venció su cuerpo, con el que antes practicaba yoga y danza, yo sabía que la muerte de Mónica era inminente, pero me fue imposible evitar la conmoción el 31 de enero, cuando recibí el mensaje sobre su partida. Son las noticias que uno sabe que van a llegar, pero que se resiste a creerlas cuando ocurren.

Morir es quedarse en silencio, porque la palabra se enreda para siempre en la garganta. Eso es morirse, tener que partir —como lo hizo la profesora Mónica— sin palabras, después de tantas palabras. Después de tantos encuentros que poco a poco se fueron espaciando, adelgazando, como su cuerpo frágil, y que fueron la muestra de que el imperio de la enfermedad se había tomado toda su humanidad. Entonces, ella calló de todas las formas y dejó de caminar por los parques que permitían nuestros gratos encuentros. Ella callaba, supongo, por efecto de una enfermedad que avanzaba, y que cargó con el mayor de los pudores. Pudor que yo siempre respeté.

A la mañana siguiente a su muerte, su cuerpo fue cremado, y hoy sus cenizas marcan el retorno al polvo, único anuncio del imperativo sagrado que recuerda la pavesa de la que somos origen y a la que indefectiblemente volveremos. No obstante, la memoria vigilante del tiempo ido mantiene viva la imagen sonriente, siempre amable y positiva de la ecuatoriana que llegó de Friburgo para instalarse, “dichosa, en Medellín”, como solía decirme.

Fue un final inevitable y justo para una vida que se apagó el pasado 31 de enero. Epílogo que ha provocado que su palabra y recuerdo se conserven transparentes, para hacer difícil el olvido y mantener presente el nombre de la mujer de la danza fugada: Mónica Elizabeth Alarcón Dávila, quien se nos adelantó a eso de lo que no tenemos escapatoria, como dijera el gran Sófocles.


Nota

Este es el espacio de opinión del Portal Universitario, destinado a columnistas que voluntariamente expresan sus posturas sobre temáticas elegidas por ellos mismos. Las opiniones aquí expresadas pertenecen exclusivamente a los autores y no reflejan una opinión o posición institucional de la Universidad de Antioquia.

 

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