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Opinión

La dictadura romana y los estados de excepción

06/07/2020
Por: Fabio Humberto Giraldo Jiménez, profesor jubilado Instituto de Estudios Políticos UdeA

«... puede sorprendernos la consuetudinaria normalización de la excepcionalidad jurídica en las sociedades políticas contemporáneas, ni la tendencia casi irresistible a exceder la excepción...»

 

La república romana comienza en el año 509 (a.n.e.) cuando fue expulsado el último Rey Tarquinio el Soberbio. En el otro extremo, cuatro siglos y medio después, dos hechos simbolizan su abatimiento jurídico-político: la autoproclamación de Julio Cesar como dictator perpetuus, poco antes de su asesinato en el año 44 (a.n.e.) y el nombramiento de su valido Augusto (Octavio) como Imperatur en el año 27 (a.n.e.) que además es una fecha que marca el inicio oficial del Imperio, aunque para la época la personalidad imperialista de Roma ya era vicio viejo que estaba ruñendo desde adentro la estabilidad de la Ciudad-estado y de sus instituciones republicanas.

Durante la república romana existió una figura jurídico-política, la Dictadura, que es preludio histórico de los actuales “estados de excepción” y cuyo uso la salvó muchas veces del desastre.

En efecto, al Dictator romano como al ejecutivo en los Estados actuales se le reviste de un poder extraordinario para solventar emergencias y anomalias más o menos graves y de urgente solución siendo las principales “rei gerundae causa”, cuando el Estado está en peligro en caso de guerra exterior, “seditionis sedandae causa” para sedar una conmoción o desorden público interior cuando una de las instituciones del Estado está  en peligro, y otras emergencias que hoy incluyen las sociales, económicas y ecológicas pero que en la antigüedad no se consideraban tan importantes, aunque también se justificó la dictadura romana para enfrentar los estragos de la peste mediante el rito del clavo figendi causa que consistía en clavar un clavo en el templo de Júpiter con el fin de invocar conjuros sagrados para la calamidad natural, o se justificó también la dictadura para épocas en las que se consideró necesaria la divertida manipulación del populus mediante los ludorum faciendorum causa, celebración de los juegos romanos, o también para establecer fiestas o “ferias” religiosas en momentos de desgracia social mediante los ferarium constituendarum causa. Es decir, en la Roma republicana hubo dictadura para la guerra y también para la fiesta.

Pero con todo y que son excepcionales y que para las situaciones de anormalidad (guerra, sedición y emergencia) se pueden mezclar las atribuciones especiales  asignadas, ni el dictador romano ni el ejecutivo revestido de poder excepcional son personas jurídicas supralegales y mucho menos ilegales porque tienen limitaciones de principio (legitimidad de origen) muy similares como la legítima y justificada procedencia de su poder especial, y la taxatividad (exclusividad del objetivo), la proporcionalidad de las decisiones (adecuación entre lo necesario y lo suficiente) y la duración, limitada a seis meses en Roma y a tres meses prorroglables hoy. (legitimidad de ejercicio).

Puesto que en la política la decrepitud ética no es una sorpresa, la paulatina degeneración del propósito original de la dictadura romana tampoco lo es. Se usó la dictadura en 92 ocasiones y el primer dictador fue nombrado solo diez años después de instaurada la República.

En gran mayoría los dictadores fueron elegidos para la emergencia más grave de guerra exterior y algunos para sofocar problemas de orden público producidos por la lucha entre ricos (tribunos) y pobres (plebeyos) porque la República romana no fue una democracia social sino un sistema de equilibrio politico pragmático y eficiente entre fuerzas sociales contrarias y distintas que, dicho sea de paso, fué una de las características de la República que más admiró Maquiavelo.

Muchos de los dictadores fueron repitentes dos, tres y hasta cuatro veces, otros fueron sucesores de si mismos, no pocos abusadores de sus funciones y desaforados en la excepcionalidad y algunos también destituidos. Por eso es común la interpretación de que en la realidad los dictadores romanos ejercieron su poder por fuera y por encima del derecho y por ello se adscriben a la figura del iustitium, suspensión del derecho, que es otra de las maravillosas prácticas que encontró Maquiavelo en la República y de la cual extrae su idea de que cualquier medio es útil y por tanto buena si es exitosa en el sostenimiento del poder.

Todas estas extralimitaciones en el ejercicio del poder excepcional descalzaron  la credibilidad en la dictadura porque el remedio resultó más peligroso para la estabilidad y la sostenibilidad de la República sobre todo en el orden interno.

La conciencia de este peligro resintió el uso de la dictadura a partir del siglo III (a.n.e); pero reapareció metamorfoseada e impetuosa en el siglo I (a.n.e.), cuando ya el complejo mundo exterior de una Roma expandida por poco más de tres millones de kilómetros cuadrados, con 54 millones de habitantes en 15 provincias con ciudades cosmopolitas, hizo explotar las instituciones republicanas de la antigua Ciudad-estado.

Y en ese contexto la dictadura fue revitalizada por Sila y por Julio César quienes desnaturalizaron su propósito original al convertirla en un proyecto político personal y autocrático, sin restricciones de contenido, de forma, de espacio y de tiempo, como que Julio Cesar, henchido de poder, se proclamó Dictador vitalicio: una especie de praeses aeternam, presidente eterno, si lo traducimos a versión contemporánea.

Así preparó Julio Cesar su propia pasarela para convertirse en Emperador que no alcanzó a realizar porque republicanos bien intencionados y privilegiados perjudicados terminaron asesinándolo aunque no lograron parar su proyecto político que quedaría por fin en manos de Augusto (El sagrado: para quien el derecho queda suspendido por el iustitium) su sobrino nieto y primer Emperador romano.

Teniendo en cuenta esta historia, tampoco puede sorprendernos la consuetudinaria normalización de la excepcionalidad jurídica en las sociedades políticas contemporáneas, ni la tendencia casi irresistible a exceder la excepción.

Siempre existirá la posibilidad de que la dictadura al estilo Cesarista romano o los estados de excepción se repliquen como en los casos de Pinochet, Duvalier, Somoza, Porfirio Diaz, Bordaberry, Stroessner, Fujimori, Fidel Castro, Videla, Banzer y Batista y de otros más socarrones y taimadamente solapados pero igualmente letales. Pero más allá de esta mortífera metamorfosis total como hechura del quirófano de Frankenstein en el cual el dictador romano republicano sale convertido en Caesare o en Papá Doc, está la más sofisticada, sutil, suave y silenciosa pero eficaz forma de normalizar los estados de excepción convertidos  en costumbres motivadas por crisis reales, artificiales o medio reales y también el uso de la excepción para satisfacer intereses particularmente poderosos y privilegiados justificados por el falaz argumento del “promedio” o inducidos por el miedo o por las medias verdades que son la verdades oficiales de hoy.

Nunca sobrará la advertencia de esta metamorfosis porque en la dictadura romana como en los estados de excepción modernos no se trata solamente del propósito simple de salvar las instituciones sino tambien, y más fundamentalmente, de establecer la justicia de las cargas y sacrificios en ese salvamento; no vaya a ser que, como ha ocurrido desde siempre, se privaticen los beneficios y se socialicen los perjuicios extremando las medidas de excepción represivas para proteger esa injusticia apoyándose en el magister equituum, Mariscal de Caballería, otra persona jurídico-política de la Republica romana nombrada como apoyo militar para el  Dictator.


Nota

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