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Cultura

José Manuel Arango, un poeta digno de recordar

08/06/2017
Por: Luis Germán Sierra J. - Coordinador cultural del Sistema de Bibliotecas

El pasado 5 de abril se cumplieron 15 años de la muerte del poeta antioqueño José Manuel Arango (Medellín, 2002), quien había nacido en el municipio de El Carmen de Viboral el 5 de octubre de 1937. Es decir que también este año se cumplen ochenta años de su nacimiento. 

Aunque es un poco aburrido, y aunque al mismo J.M.A., muy probablemente, no le hubiera gustado este recuerdo (fechas fatídicas donde hace su aparición la muerte y fechas de involuntarios nacimientos, en números redondos, casi siempre; él esquivó los homenajes y nunca buscó el reconocimiento de su obra, aunque amaba a sus lectores), es también un tanto inevitable por tratarse de quien se trata.

Y él era un gran poeta, sin ninguna duda. Fue profesor de filosofía de la Universidad de Antioquia y de ella recibió el Premio Nacional de Poesía por Reconocimiento en 1988. Y fue autor de unos pocos libros de poesía, suficientes para hacerse un lugar en los afectos de sus lectores: Este lugar de la noche (1973), Signos (1978), Cantiga (1987), Montañas (1995) y En la tierra de nadie del sueño (2002, póstumo). Los demás libros, no pocos, que se han publicado de su obra son antologías y poemas reunidos. 

Un gran poeta con una obra corta. Heredero, si se quiere, de la poesía norteamericana en la cual predomina el simbolismo y donde el lenguaje no es una catarata de imágenes o de figuras literarias. La contención de su poesía es equiparable al silencio que, en últimas, quería guardar. Era un hombre callado, más bien hermético, a quien le gustaba más mirar que hablar. Lo fascinaba el mundo, su música y hasta su bullicio, pero lo que más amaba de él eran las palabras. Por eso, sin duda, las acariciaba (como a su perro con la mano o a las montañas con sus ojos, según dice en un poema), casi hasta angostarlas. Y usar las necesarias, las que decían más, pero pocas. Casi herméticas, como él. No indescifrables (ninguno de los dos), sino precisas.

Sus poemas, a la larga, son claros como el agua. Nítidos como corresponde a una gran obra. Y sencillos, aunque exigen un buen lector. Uno que entienda de espacios en blanco; de silencios; de exaltaciones que no abren casi los labios; de misterios inherentes a la vida; de presencias de la muerte que no incluyen esa palabra; de la poesía altamente erótica, carente de nimiedades. Del canto sonoro, pero apaciguado, del poema. 

No se debe olvidar cómo la van de bien el silencio y la poesía, y cómo la van de mal el poema y la hojarasca, la palabrería. No eran prolijos los poemas de José Manuel Arango, como era dilatado el tiempo que se demoraba para publicarlos. Fue traductor —también muy buen traductor, al decir de los entendidos— de varios poetas norteamericanos: Denise Levertov, EzraPound, Emily Dickinson, Walt Whitman. En ellos y en poetas colombianos como José Asunción Silva y Aurelio Arturo (pero, además, en Wallace Stevens, en Epifanio Mejía, en León de Greiff… Como buen poeta, era un gran lector) encontró la palabra que canta, la palabra que dice mucho, aunque no sea abundante. Y lo que dijo en sus poemas nos pertenece, como la piel.

Recordar a un poeta es volverlo a leer. O es propagar la noticia de que es muy bueno leerlo, aunque no sea uno de los tantísimos poetas que escriben para endulzar el oído. O para agradarles a los lectores que no tienen tiempo de leer. Aunque sea, pues, un poeta un tanto difícil de leer; pero decir, por ejemplo, que en esa dificultad debe encontrarse un determinado placer. Y que todo verdadero poema enseña a vivir. Sobre todo eso.

Escritura

La noche, como un animal
dejó su vaho en mi ventana

por entre las agujas del frío
miro los árboles

y en el empañado cristal
con el índice, escribo
esta efímera palabra


XIV

éste es un país de sol y viento
de acres montañas

como en los frescos antiguos
la piel cuarteada de las mujeres

calladas y duras que paren
de rodillas sus hijos

por las rocas acechan
pumas sin sombra

y al fondo canta
el mar, nacido de una calabaza

Acaso el hueso

Acaso el hueso sea furia
una furia callada
sin grito

así se dan los días la fruta la boca
se dan al tiempo
tragón

también el girasol es un encono íntimo
una boca una herida

(quiero decir
la voz de los amantes
enronquecida
por el amor como por una oscura
rabia)

Página en blanco

Escribo
y la mirona, por sobre mi hombro,
escruta lo que escribo.

Siento en la espalda el tacto
de sus manos calizas,
adivino la mueca
de su ironía silenciosa.

Escribo
y la mirona, por sobre mi hombro,
lee
y al leer borra lo que escribo.

(Tomados de Poemas reunidos, Editorial Norma, Bogotá, 1997)

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