Gente UdeA

Bernarda Trujillo en una de las carreras atléticas del campus de la Universidad de Antioquia. 

Un cielo abierto, la cafetería de deportes, los desayunos y una iguana que toma agua de la piscina. Dos mujeres que me dieron afecto, esperanza y alegría, Mabel y Bernarda, se fueron de ese mundo tangible, de ese paraíso perdido que es el campus. Allí las conocí. Antes de esta nueva normalidad.

No puedo salir a abrazar a una amiga que perdió a su madre. Doña Mabel Tamayo era visitante de la Ciudad Universitaria donde trabajaba su hija. Nos conocimos telefónicamente, cuando llamaba a darle una razón o a saludarla. Me contaba historias de cartas, telegramas y discos de vinilo, me hablaba de Campamento y Yarumal, Antioquia. “Mi madre emprendió su viaje por el universo hace unos días”, las palabras de mi amiga me reconfortan. Cuelgo el celular y reprimo el deseo de estar ahí, con ella. La norma es racional y los funerales están prohibidos tal y como los conocíamos. Al rato me dejo reanimar por los recuerdos, por la personalidad de su madre, su valentía y fortaleza, el amor y la devoción que tuvo por sus hijas y nieta. Y el cariño que le tuvo a la Universidad.  

Hoy, cuando me entero de otra muerte, la de Bernarda Trujillo, jubilada de la Alma Mater, vuelve el luto a mis días de cuarentena. En la monotonía del encierro, todos los días parecen iguales, menos hoy.

Bernarda nació en 1925 y desde los años sesenta hizo parte de la comunidad universitaria. Era depositaria de una buena parte de la memoria viva de la Universidad. En 1967 le tocó vivir el trasteo desde los edificios del centro de Medellín al nuevo campus central. Acudí a ella cinco décadas después, para reconstruir esta historia: “En este lote solo había pantanos y tomateras”, recordó.

“Soy feliz cuando piso las puertas de la Universidad de Antioquia. Se me aleja la mala energía, se me normaliza la presión alta, respiro otro aire y olvido lo de afuera. Amo mucho la Universidad, no sus muros, sino su gente. Yo los amo tanto, aún sin conocerlos a todos”, me dijo cuando la entrevisté en 2014, a propósito de la publicación de su segundo libro de poemas. ¿Quién dijo el último?, era el título de su obra. Tenía 89 años.

Bernarda Trujillo era como la Mick Jagger de la Universidad. Lo digo con respeto y admiración. A los 84, ella publicó su primer libro. Cumplir noventa años no fue un impedimento para participar en las distintas carreras atléticas por la vía de circunvalación del campus. Era disciplinada en sus ejercicios mañaneros, que realizaba con Prosa, el Programa para la Salud Psicofísica. Participó en el Taller de Creación Literaria para adultos. Se mantuvo activa, lúcida, descomplicada, inquieta, irreverente e incansable, como el mítico líder de la banda de rock The Rolling Stones, que a sus 76 años y desde el confinamiento lanzó 'Living in a Ghost Town', su más reciente canción.

El tema fue compuesto por Keith Richards, también de 76 años, y es un canto a un lugar que estaba lleno de vida y ahora está privado de ella, como el campus sin estudiantes, ni profesores, ni empleados, ni jubilados, ni visitantes. Su coro dice: “soy un fantasma, viviendo en una ciudad fantasma”.

La población de la tercera edad ha sido la más vulnerable en esta pandemia. Los adultos mayores permanecen confinados en una ciudad fantasma que poco a poco quiere regresar a la normalidad. Enfermeras, médicos y el personal de la salud trabajan sin descanso para garantizar la atención. Los pésames se dan por videollamada y los funerales son grabados en videos para que los familiares distantes puedan hacer el duelo.

La periodista mexicana Marcela Turati lo explicó en The New York Times: “El nuevo orden mundial regido por el virus que se contagia con el contacto nos impone velorios remotos, breves, higiénicos, individualizados, sin abrazos, condolencias al oído ni lamento colectivo, sin lágrimas presenciales y sin difuntos como protagonistas”.

Bernarda Trujillo me decía que era feliz en la Universidad, que moriría el día en que no pudiera regresar. Después de compartir el desayuno, se sentaba en un jardín a mirar el cielo y a saludar a los estudiantes universitarios. Me enseñó que se puede tener una vejez distinta a las demás, tan poco convencional. Una vejez como la de Mick Jagger, rebelde, o como la de doña Mabel, llena de comienzos y proyectos. O como la de la misma Bernarda, sentada bajo un árbol, mirando al cielo y escribiendo poemas.