Opinión

La Ley de financiamiento o reforma tributaria de 2018 profundizará la inequidad y ralentizará (hacer lento un proceso o actividad) el crecimiento económico, de ser aprobada. Al ampliar la base de contribuyentes, aumentar el impuesto a la renta para la clase media —al disminuir exenciones—, buscar que negocios familiares y de barrio tributen más y extender el impuesto al valor agregado a los productos de la canasta familiar, esta reforma reduce el consumo y aumenta las brechas económicas en el país.

El Gobierno Nacional busca un recaudo tributario adicional de entre $15 billones y $20 billones, en un momento difícil para la economía nacional por cuenta de la reforma anterior y el contexto actual. Estas reformas bienales son indeseables porque: cambian los incentivos económicos; crean mayor incertidumbre; complejizan la toma de decisiones económicas y dificultan mantener el ritmo de crecimiento económico, impidiendo la generación de empleo decente.

En efecto, el Gobierno pone en riesgo nuestro desarrollo económico. Mientras en 2013 la economía creció 4,9%, la caída ha sido progresiva hasta 1,8% en 2017. Aunque el Fondo Monetario Internacional prevé un crecimiento de 2,8% en 2018, la caída en el consumo por el aumento de impuestos reduciría las posibilidades para 2019 y nos mantendría alejados de los recursos necesarios para disminuir la pobreza en Colombia. El país tardaría treinta años en duplicar los ingresos por persona, mientras China lo lograría en doce años.

Además, es preocupante que la costumbre colombiana sea presentar reformas en momentos de dificultades económicas. En publicación de 2018 del Banco de la República titulada “La postura fiscal en Colombia a partir de los ajustes a las tarifas impositivas”, se argumenta que la política fiscal y tributaria en el país sigue un patrón procíclico. Es decir, que estas herramientas económicas se usan en los periodos de contracción económica, empeorando la coyuntura.

Un sistema de estabilizadores automáticos permitiría salvar esta situación. El país debería ahorrar y cobrar impuestos en las bonanzas y gastar y subsidiar en las recesiones, priorizando un seguro de desempleo universal y una adecuada red de protección social. La falta de estos mínimos vitales para la población ante las crisis económicas redunda en baja movilidad social. Según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (Ocde), un niño colombiano requiere de once generaciones para superar la pobreza mientras que un infante danés o argentino requiere de dos y seis, respectivamente.

La baja movilidad social  también es consecuencia de un sistema tributario regresivo e ineficiente. Después de impuestos, la distribución de nuestro ingreso mejora en 3%, al contrario del promedio de los países de la Ocde en la que la mejoría es del 24%. Luego proponer una reforma tributaria para que restaurantes familiares, tiendas de barrio, peluquerías y pequeños negocios familiares paguen más impuestos por su actividad económica resulta descabellado. Y el embeleco de ampliar el impuesto al valor agregado a los productos de la canasta familiar para luego compensar a las familias con ingresos inferiores a $800 mil resulta antitécnico, de difícil aplicación y en favor de la inequidad.

Además, la clase media resultará afectada pues al reducir las exenciones tributarias del 40% al 35%, los asalariados pagaremos más impuesto a la renta. Y al bajar el umbral de ingresos para quienes declaramos renta de $3,2 millones a $2,8 millones se amplía la base de contribuyentes.

Luego no solo más personas pagarán el impuesto a la renta sino que quienes contribuimos por este tributo pagaremos entre 5% y 15% más respecto a lo contribuido en 2018, a costas de mayores exenciones empresariales. Sin duda, una reforma tributaria inequitativa y empobrecedora.

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Nota

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