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"...La informalidad en general y no solo la callejera que suele ser la más patética, le resulta indispensable al capitalismo aún en su madurez, como que hacia ella se desliza cuando acosan las recesiones, los impuestos y las exigencias laborales y por eso crece la informalidad en las crisis y decrece en las bonanzas..."
El capitalismo más sofisticado tiene hoy dos modelos de certificación de calidad:
1) La legalidad que le brindan las constituciones contemporáneas como la nuestra, que contienen las obligaciones propias de un régimen de democracia liberal que, con muy pequeños ajustes técnicos, sigue siendo de la estirpe del liberalismo clásico (derechos universales, abstractos e impersonales, sistema de pesos y contrapesos, sistema representativo, elecciones universales, libres y periódicas) y las tres generaciones de derechos (de libertad, de propiedad y a la propiedad, sociales, económicos, culturales y colectivos); es decir, el estado de derecho complementado con el estado social de derecho.
Se trata de constituciones amables con el capitalismo más moderno y de capitalismo amable con las constituciones más modernas. Las reformas constitucionales el siglo XX para incluir el estado social de derecho y logradas por el empuje de las luchas sociales, no han sido consecuencia de la bonhomía, la solidaridad o la misericordia, sino del simple cálculo entre pérdidas y ganancias porque pretenden conjurar el peligro de revoluciones sociales, hacer técnicamente más eficiente y socialmente más legítimo al sistema y moralmente más disimulada la desigualdad social.
2) La legitimidad de la certificación que le brindan organizaciones como la Ocde que reúnen las exigencias de la banca multilateral y de las agencias globales que regulan los mercados, todas ellas más o menos oficiosas. No necesariamente se ingresa a la Ocde o a clubes de ricos porque se cumplen los requisitos para modelar en pasarela global con vestido de normas que certifiquen que un país es “topmodel” del capitalismo, sino también porque se tiene un plan de acción cuyas metas están alineadas con un capitalismo moderno de mercados regulados, de cumplimiento con las normatividades nacionales y con los tratados internacionales; o sea que también puede entrar un pobre bien referenciado, bien apadrinado, bien vestido y bon vivant.
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El ideal de un capitalismo de primer nivel se aviene bien con un Estado racional en el sentido weberiano del término, pequeño pero fuerte por su eficiencia y eficacia; con sociedades urbanas en sus modales, poco dadas a la violencia directa y cruda; y es afín con cosmologías laicas, tecno-científicas, cosmopolitas y globalizantes. Y en Colombia hay un sector de los grandes ricos y de los políticos que los representan pujando en esta dirección.
Pero hay un capitalismo menos sofisticado, menos moderno y modernista en el cual, a pesar de casi dos siglos de vigencia histórica, no solo subsisten costumbres sobrevinientes del feudalismo y aún del esclavismo conviviendo con el principio liberal-capitalista de la propiedad y de la libertad, sino que, además, la informalidad en la economía y el precario cumplimiento del estado de derecho y del estado social de derecho, forman parte sustancial y casi natural de su desarrollo. La informalidad en general y no solo la callejera que suele ser la más patética, le resulta indispensable al capitalismo aún en su madurez, como que hacia ella se desliza cuando acosan las recesiones, los impuestos y las exigencias laborales y por eso crece la informalidad en las crisis y decrece en las bonanzas.
La informalidad es un entramado de comportamientos desregulados y resistentes a las calidades del capitalismo moderno y a sus estrictas exigencias de modernización legal y técnica. Podría decirse, interpretando a Hernando de Soto, el famoso economista peruano, que la informalidad económica en su manifestación más patética es el capitalismo de los pobres, pero también, en su significado más general, permite reciclar y aliviar el sobrepeso de lo que la formalidad no logra asimilar, es cabaña de refugio en situaciones de riesgo y, no pocas, pero no pocas veces, laboratorio de experimentación para el ascenso a la formalidad.
La informalidad en el capitalismo, en el comercio, en los contratos, en la propiedad, en la vida al “borde del reglamento”, suele practicarse y crecer en ambientes fronterizos con la ilegalidad en los cuales las desavenencias entre lo legal y lo ilegal se resuelven en moralidades que permiten disimular la ley del más fuerte con la teoría de la libre competencia; convive muy bien con religiones que sirven de detergentes para los remordimientos; con ambientes menos públicos, menos visibles, menos ilustrados y urbanos, de relaciones de hecho, más consuetudinarias que contractuales, de costumbres acendradas por pertenencias grupales, geográficas y culturales que proveen seguridades específicas y, como dice Bobbio, de una política que tiene como escenario predilecto los estrados judiciales. Un gran sector de los ricos de Colombia y de los políticos que los representan pujan en esta dirección.
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Como estas pujas se trasladan a la contienda electoral y como se trata del mismo capitalismo en dos versiones, no es difícil que los políticos de mayor tradición profesional logren un acuerdo para mantener vigente la segunda versión porque les parece que a sus representados les resultan muy costosas las exigencias de la primera sobre todo en relación con el estado social de derecho. La derecha libertaria, al estilo de los halcones de Trump, es la falange de este capitalismo.
Este texto fue publicado en el periódico ElMundo el martes 12 de junio de 2018
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