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    La libertad de ir por ahí

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    La libertad de ir por ahí*

    Por: William Fredy Pérez T.

    [...] para llegar a las palabras hijo, mujer, amigo, calle, cama, café, plaza, playa… es imprescindible traspasar la palabra puerta. 
    M. Benedetti 

     

    Algo sabíamos de «la libertad de abandono». Sabíamos, por ejemplo, que esa libertad aparece realmente cuando se pierde. Porque, claro, uno no va presumiéndola mientras hace cosas a cielo abierto, mientras camina por ahí o cuando escoge el bar de la esquina. Uno no sale a la calle buscando ruidos o huyendo de ellos, como si tuviera derecho a eso. Pero cuando se prohíbe salir, abandonar, ir… entonces aparece.

     

    Y algo habíamos experimentado también en el régimen parental de confinamiento: «hoy no me salís de la casa, carajo». Sin embargo, como el de la escuela, era un régimen blando —a veces inclusive capacitante—. Se lo transgredía fácilmente, impunemente: uno «se volaba». Pero ni siquiera el castigo sobreviniente representaba un aislamiento social destacable, por eso era irrelevante esta pérdida de libertad de abandono.

     

    También sabíamos de esa libertad por el servicio militar obligatorio. Pero el confinamiento no era pleno, o era insignificante en comparación con la afectación de otros derechos, o con la tortura legalizada en entrenamientos pa’ machos, o con el deber de ir a la guerra y con el riesgo de morir o matar. Además, la lista de remisos, evadidos, objetores o desobedientes, revela la naturaleza de la obligación. Era apenas jurídica.

     

    Sabíamos otras cosas igualmente, aunque casi nada, por la recurrencia del «toque de queda» que excluye a niños, niñas, jóvenes y adolescentes del espacio público para gobernarlos, para simular el cuidado que se les debe o para responder a un pánico generalizado y adecuadamente inducido. Es el mismo curfew que por orden militar o decreto limita los derechos de las personas con el fin de conjurar o prevenir incendios… sociales (el couvre feu francés, del que deriva, notificaba públicamente que era hora de cubrir el fuego, para prevenir incendios en la noche). Sabíamos otras cosas, en fin, por esta manera como alcaldes y gobernadores podían dar una impresión de gobierno… pero por horas. La violencia que a veces estimulaban era aterradora, pero el confinamiento en sí era intrascendente; es decir, incomparable con el que se ha derivado del actual toque de queda global, prolongado, continuo, motivado por una amenaza inasible y proferido a instancias de tantas autoridades. Sabíamos cosas así. Muy poco, casi nada.

     

    Pero el actual confinamiento, sus motivos y alcance, podría enseñarnos algo más. Por ejemplo, que el derecho es un artefacto que puede ayudarnos a mejorar nuestras relaciones con la naturaleza: de coexistencia o integración, de preservación o protección, de defensa frente a nuestras agresiones, pero también de defensa nuestra frente a sus embates. Pero, sobre todo, que el derecho no contiene «naturalmente» concepciones sobre la naturaleza. Hay que ponerlas, o nos las siguen poniendo. También podemos aprender de la eficacia de la ley, es decir, del acatamiento sin recedentes de este toque de queda; que al parecer su eficacia se encuentra relacionada más bien con la coincidencia inédita de otras fuentes de legitimidad: la ciencia, la religión, las artes, la vecindad y unas ideas simples (ni complejas ni políticas) de humanidad y solidaridad.

     

    Y finalmente, podríamos aprender si comparamos confinamientos. Con la prisión domiciliaria, por ejemplo, hay afinidades: televisión, pero casi obligada; reunión, pero virtual; cerveza, pero sin el bar; fútbol, pero sin estadios; permiso, pero para lo que diga la autoridad. Tal vez admitamos por fin que otras restricciones —que conocemos ahora mejor por experiencia propia— distintas a la cárcel tradicional, sí pueden adquirir el sentido del castigo o funcionar como formas de mostrar repudio.

     

    Nada tiene en común el encierro general por la pandemia con el de esos presos. Primero, porque en la cuarentena el confinamiento trata de conjurar una amenaza de contagio y muerte que se cierne sobre cualquiera de nosotros y aun sobre la especie. En cambio, la pérdida de la libertad de abandono de esos presos no previene nada, se trata básicamente de castigar.

    Para aprender algo, también podemos buscar afinidades con la reclusión de los white collar prisoners, es decir, con estos presos que no necesitan beneficios de detención domiciliaria porque tienen la cárcel —como tuvieron instituciones, sistemas financieros o ejércitos— bajo su control. Ellos suelen estar confinados, pero con pico y cédula (dicen que el contratista salía los lunes, el congresista los miércoles, el narco los fines de semana y el militar los jueves). Al parecer el confinamiento, también en la prisión, no es el mismo para todos. Y hay un sistema y unas personas que operan la selectividad. No es natural.

     

    Y podemos finalmente buscar afinidades con los presos corrientes. Ya no personas con detención domiciliaria, ni presos de cuello blanco, sino delincuentes y presos ordinarios, pobres, delincuentes sin recursos destacables, chichipatos, pasilleros, desarrapados, ladronzuelos y ladronzuelas, viejos con estafas de pacotilla, viejas que traficaron por mandato, inasistentes alimentarios, carritos, jíbaros, madres gestantes, discapacitados, enfermos, primerizos… gente común. Murieron 23 presos el 21 de marzo pasado; 83 más y 9 guardianes resultaron heridos. La noticia duró lo que el intento de fuga. Ni siquiera supimos de qué escapaban, si de la celda que no soportaban o del virus que avanza sobre la cárcel; si de la condena que cumplían o de la enfermedad que se sumaría a la pena impuesta. A lo mejor trataban de evitar que el virus hiciera irrecuperable la libertad de abandono que ya conocían en detalle.

     

    No es necesario considerar condiciones específicas de la cárcel ordinaria en Colombia para saber que la comparación en este caso es frustrante. Por eso enseña. Nada tiene en común el encierro general por la pandemia con el de esos presos. Primero, porque en la cuarentena el confinamiento trata de conjurar una amenaza de contagio y muerte que se cierne sobre cualquiera de nosotros y aun sobre la especie. En cambio, la pérdida de la libertad de abandono de esos presos no previene nada, se trata básicamente de castigar. Segundo, porque científicos, políticos, artistas, sacerdotes, líderes y comunidades coinciden en la amenaza actual y en la conveniencia y utilidad del confinamiento general. En el caso de los presos, un juez y un fiscal coinciden en la responsabilidad de una persona. Punto.

     

    Tercero, porque en esta cuarentena se prevén ya confinamientos inteligentes, salidas programadas según necesidades de la economía, actividades, vulnerabilidad y salud de las personas (sanos, contagiados o inmunes, supongo). En el caso de los presos, en cambio, una salida que discrimine —según ha dicho el fiscal general— es inconstitucional. Se arguye que la medida proyectada no incluye al sistema penal de responsabilidad para adolescentes, a los miembros de la Fuerza Pública y a los indígenas condenados a cargo del Inpec. Así que, según esto, para los presos aplica una igualdad por lo bajo; o lo que es lo mismo, el reclamo populista muy al uso de «todos o nadie» (que finalmente deja a todos con nada). Cuarto, porque la misma salida inteligente de la cuarentena pretende resolver una emergencia y evitar simultáneamente efectos nocivos de largo plazo. En el caso de los presos en cambio, la liberación inteligente —a juicio otra vez del fiscal— no procede porque se dirige a resolver un problema estructural y no una crisis coyuntural (es curioso el argumento, pero franco y elocuente).

     

    Quinto, porque los prisioneros corren pocos riesgos de ser judicializados —otra vez— por incumplir protocolos de cuidado. En cambio, en el caso del confinamiento por la pandemia, la Fiscalía ha prometido ser implacable y llevar a la cárcel a quienes no cumplan las medidas de prevención (como si la Fiscalía pretendiera, ella sí, resolver un problema estructural y no una crisis coyuntural).

     

    Y sexto, porque los presos han cometido algún delito, algo hicieron. En cambio, nosotros… bueno, bien, es posible, un día, sin querer, con un fin noble, obligados, fue circunstancial, pero no volvió a pasar, y pues, tal vez, es decir, en fin… uno no es así, como la gente que comete delitos, ¿no?

     

    Para entender la libertad de abandono, no hay que esperar a que desaparezca

     

    *Una primera versión de este texto fue publicada en el periódico El Mundo, de Medellín, el 11 de abril de 2020.

     

     

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